CUANDO LAS MINORÍAS CREEN SER MAYORÍAS

Por Horacio R. Brum

 En setiembre pasado, mientras crecía la fogata de la independencia de Cataluña, revivían en Chile los fantasmas de los tiempos del golpe militar contra Salvador Allende, pese a que ya se acercan las tres décadas del fin de la dictadura pinochetista y el medio siglo de su inicio. El  diputado y candidato presidencial de la derecha José Antonio Kast pidió que se saque la estatua de Allende de la plaza del palacio de gobierno, porque “es una persona que genera conflicto, que genera división, que llevó a este país a una situación extrema, una situación donde él mismo fue derrocado por el pueblo». Para Kast, los militares golpistas y sus cómplices civiles son el pueblo y es la carga ideológica que se le da a esta palabra la que ha llevado a tantas divisiones y conflictos, desde el Chile de ayer a la Cataluña de hoy.

En las elecciones presidenciales del 4 de setiembre de 1970 la coalición de partidos de izquierda (Unidad Popular) que encabezaba Allende obtuvo el 36,63% de los votos, en un país en el cual sufragaban no más de tres millones y medio de sus ocho millones de habitantes, porque no podían hacerlo los analfabetos ni los menores de 21 años. La alianza allendista apenas tenía 40.000 sufragios más que la coalición de la derecha; si se sumaban los votos de esta última y los de la Democracia Cristiana (DC), un partido de raigambre derechista, aunque con unos sectores minoritarios simpatizantes de la izquierda, parece claro que más de dos tercios de los chilenos que pudieron acudir a las urnas no simpatizaban con el allendismo. Por otra parte, debido a que Salvador Allende no obtuvo una mayoría absoluta, su elección debió ser refrendada por Congreso Pleno (la Asamblea General del poder Legislativo). Así, el primer presidente socialista de Chile solamente pudo serlo después de haber pactado con la Democracia Cristiana un compromiso de respeto a las instituciones y fue designado por el Congreso gracias al respaldo de ésta.

Con esa base de poder tan precaria, la Unidad Popular creyó poder cambiar los cimientos de una sociedad con profundas raíces autoritarias y hacer pacíficamente lo que entonces se llamó “la revolución con olor a empanadas y vino tinto”, por su naturaleza popular y chilena. Las movilizaciones de masas crearon la ilusión de que había un pueblo dispuesto a respaldar el proceso hasta las últimas consecuencias, y aunque el Presidente fue partidario de la vía pacífica casi hasta el final, estaba rodeado por varios sectores que, con la lógica revolucionaria de aquellos años, aprovechaban la coyuntura para preparar la obtención del poder por la violencia. Por otra parte, hubo una enorme ingenuidad en la consideración de varios factores internos y externos; Allende estaba convencido, por ejemplo, de la vocación democrática de las Fuerzas Armadas, al punto de que, cuando estalló el golpe, pensó que Pinochet estaba prisionero de los alzados. Además, creía que la derecha económica iba a ceder sus enormes privilegios, sólo por respetar las reglas del juego político. En el ámbito internacional, no se dio importancia al hecho de que las dictaduras militares se iban extendiendo por la región y no sonó ninguna campana de alarma cuando cayó Uruguay, que probablemente era la democracia más sólida. Asimismo, se ignoró el anticomunismo visceral de Richard Nixon, el presidente de los Estados Unidos y la obsesión de Washington de no permitir nunca más el surgimiento de otra Cuba.

La invocación al pueblo pareció ser suficiente para impulsar los cambios radicales, pero cuando los militares destruyeron la ilusión, ese pueblo no estuvo en las barricadas. Peor aún, Salvador Allende fue de los pocos que tuvieron la consecuencia de defender el proyecto revolucionario hasta el último aliento. La mayoría de los que habían fomentado la violencia desde la coalición gobernante, como Carlos Altamirano, el secretario del partido socialista cuya incitación a crear un nuevo Vietnam dio justificaciones a los golpistas,  corrió a refugiarse en las embajadas extranjeras para salir a exilios dorados, mientras los compañeros que habían creído en la fuerza del pueblo eran torturados y desaparecidos. Después de casi dos décadas de dictadura, esos personajes volvieron a Chile y se entronizaron en el gobierno de una sociedad cuyas heridas todavía rezuman. De los presidentes de la democracia, Michelle Bachelet es la única que tiene credenciales morales como víctima del golpe, porque junto a su madre fue encarcelada y torturada, a causa del delito de portación de apellido, ya que su padre fue un general constitucionalista de la Fuerza Aérea, quien murió a causa de las torturas que le infligieron sus propios compañeros. Ricardo Lagos, que se presentó como el “primer presidente socialista” de Chile después de Allende, terminó su mandato aclamado por los empresarios al grito de: “We love Lagos!”.

Sin estar ni cerca del derramamiento de sangre del Chile de 1973, los sucesos de Cataluña tienen ecos de los errores estratégicos y las apreciaciones ingenuas del allendismo. Los independentistas también han creído que una masa que llena las calles es el pueblo que les da un respaldo para llegar cada vez más lejos en los cambios radicales, pero en las elecciones parlamentarias de 2015 no pasaron del 47% de los votos. La Candidatura de Unidad Popular (por coincidencia o no, la coalición de Allende se denominaba Unidad Popular), el sector de ellos que tiene un discurso entre el anticapitalismo y el anarquismo y ahora llama a la “desobediencia civil masiva” e incluso propuso que el gobierno cesado pase al exilio en Francia, logró exactamente el 8,21% de los sufragios. Además, en esa jornada electoral no fue a las urnas la cuarta parte de los ciudadanos habilitados para votar.

Los nacionalistas catalanes han tenido más tiempo que Allende y sus partidarios para instrumentar cambios, como la imposición del idioma, a lo largo de varias décadas, en todos los ámbitos de la vida del país. La “militancia idiomática” ha llegado al hostigamiento de los catedráticos universitarios extranjeros que hablan solamente español además de su lengua materna, pero también, como lo pudo ver recientemente en la estación ferroviaria barcelonesa de Sants quien esto escribe, ha adquirido caracteres ridículos en el intento de apartarse del castellano. Resulta difícil reconocer como elemento de la identidad nacional a una lengua que, en un cartel supuestamente bilingüe, da a “Párquing” (del inglés “Parking”) como equivalente del castizo “Aparcamiento” (estacionamiento, en nuestras tierras). La cuestión idiomática ha sido acompañada por la distorsión de la historia regional, con el fin de presentar una larga historia de Cataluña como país independiente, cuando en realidad fue uno más de los reinos de la península que pasaron por las manos de romanos, musulmanes, francos y tantos otros conquistadores, hasta terminar integrando España por alianzas políticas o matrimoniales.

Allende y sus partidarios también creyeron en un exclusivismo utópico de Chile, que hacía posible desarrollar un proyecto de país sin tomar lecciones de lo que ocurría más allá de las fronteras. El independentismo catalán ignoró, por ejemplo, el plebiscito escocés de 2014, cuyo resultado negativo bloqueó la separación de Gran Bretaña, en parte por el temor de muchos ciudadanos a la incertidumbre económica. Tampoco se observó el rechazo creciente de los británicos a la separación de la Unión Europea, que se decidió por una mayoría estrecha de votos y comenzó a ser lamentada cuando se acalló el retumbar nacionalista de las urnas. Otro factor ignorado, tal vez porque la reacción no sobrevino antes, fue la existencia en Madrid de un gobierno derechista en cuyos genes está todavía aquello de la “España una, grande, libre” de la dictadura de Franco.

En la época de Salvador Allende, el gran capital financiaba conspiraciones, pagaba guerras de información o compraba gobernantes para proteger sus intereses. Actualmente, le basta con apretar unos botones de computadoras para trasladarse a otra parte y asfixiar la economía de un país, en especial si sus autoridades quieren cambiar las reglas del juego sin pedirle permiso. Eso también lo ignoraron los independentistas catalanes, al costo de miles de empresas que están emigrando a otras partes de España.

Es significativo que la declaración de independencia catalana se emitió el 10 de octubre, al día siguiente del 50° aniversario de la ejecución del Che Guevara en Bolivia. El Che también creyó que la fuerza de la utopía podía superar al análisis racional de la realidad y acabó siendo entregado a los militares bolivianos por los mismos campesinos que intentaba transformar en hombres nuevos. Cataluña no es la Bolivia de los años 60 ni el Chile de los 70 y no hay entre los dirigentes del independentismo catalán ningún personaje cuya estatura histórica llegue siquiera a los tobillos del Che o de Allende, pero sus acciones están lacerando a la sociedad catalana con unas heridas que podrían demorar tanto en cerrar como las que aún duelen en Chile.

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