Escribe Margarita Heinzen

Cuando se declaró la pandemia el 13 de marzo del año pasado, estaba con mi esposo en Montevideo con el plan de ir a un concierto del SODRE y pasar el fin de semana con nuestros hijos. A las 20 horas íbamos en auto hacia Ciudad Vieja con la radio encendida, ansiosos por informarnos sobre las primeras medidas que se estaban tomando. Dudábamos si el auditorio estaría abierto, si nos mandarían de vuelta a casa, si nos rembolsarían las entradas. A todo eso, sí. Llegamos hasta el SODRE y ahí, desprogramados y con temor a lo que se venía, decidimos adelantar el retorno a Paysandú para la mañana siguiente. Con el fin de prepararnos para los quince días de encierro que anunciaban, resolvimos, antes, pasar por un supermercado a aprovisionarnos. Muchos habían pensado lo mismo y, sin querer, quedamos atrapados en una especie de experiencia post apocalíptica: decenas de personas se apeñuscaban en los pasillos y, con frenesí, repletaban carros con leches en cajas, panes en bolsa, enlatados, fundas de refrescos, bidones de agua, papel higiénico. Otros, como una señora que blandía una escoba medio metro por fuera del carrito, llevaban cosas menos obvias. Pero no sólo todos estaban enloquecidos, sino que el supermercado se había desabastecido en la escasa hora, hora y media que había transcurrido desde que dieron la noticia. El desabastecimiento era frenético y se veía en las góndolas vacías, que mostraban claras huellas de la histeria colectiva: grisines desparramados sobre un charco de leche, un reguero de harina en el estante de los champúes, hojas de acelga en el piso embarrado de pisadas húmedas, yerba espolvoreando los tomates. De lo más sonado, e incomprensible, fue el papel higiénico que todos nos sentimos obligados a stockear, en emulación a lo que hacían los españoles quienes, entre otras cosas, no usan bidet.

Aquella noche, entramos en un estado de alarma en la que parecía que cualquier previsión era poca. Fue un momento de alerta máxima. Y no fueron quince días. Se hizo el mes, los dos meses, llegó el invierno, luego la primavera y hasta ahí creo que nos portamos bien y muchos de nosotros cumplimos con el distanciamiento social. Ya pasaron 15 meses de encierro/semi encierro, que si bien no fue tan estricto como en otros países, nos modificó las rutinas y las economías domésticas y familiares. Quince meses después de la declaración de pandemia uno ya no tiene ni los recursos ni las defensas ni la energía del año pasado. Ya pasamos un invierno, aislados unos, encerrados otros, con temor al contagio, con temor a contagiar, contagiados, enfermos, en duelo. La lista de situaciones puede ser tan larga como las familias o personas que consideremos.

Entre los que hemos mantenido un encierro relativo pero un distanciamiento social sostenido, aparecen modificaciones a nuestras percepciones del tiempo y el espacio. No lo digo yo, lo están diciendo especialistas en salud mental, como Adam Grant, psicólogo organizacional, cuya especialidad es ayudar a las personas a encontrar significado y motivación en el trabajo. El se refiere a una sensación de estancamiento y vacío. Se siente como si uno estuviera pasando los días sin rumbo, “mirando la vida a través de un parabrisas empañado”, dice.

Esto está ocurriendo de verdad. Mis amigos, una de las cuales me acercó el artículo que comento, mencionaban que tenían problemas de concentración y más allá del entusiasmo momentáneo de tener las vacunas en el horizonte, no vislumbraban la salida a esta situación. Uno me contaba que no podía sostener la atención por mucho tiempo y pasaba de una tarea a otra, otros se quejaban de la alteración en los patrones de sueño, alguno porque se despertaba a las 3 de la mañana y otro porque dormía hasta las 8:00. Otro más se quejaba del tiempo que procrastinaba, colgado del Candy Crush. Pero también decían que no era agotamiento porque tenían energía. Tampoco depresión porque no había ni angustia ni desesperación. Solo que los días eran todos muy parecidos, que el compartir los espacios de trabajo, de esparcimiento y labores domésticas generaba    una sensación plana sin horizonte ni rumbo. Resulta que, según Adam Grant, hay un nombre para eso: languidecer. La languidez es una sensación de estancamiento y vacío. Se siente como si estuvieras arrastrándote para pasar los días.

Mientras los científicos trabajan para tratar los síntomas físicos de larga duración de la covid, muchas personas tienen problemas con la longevidad emocional de la pandemia, dice este autor. Muchos tuvimos que afrontar al covid sin estar preparados el año pasado, pero al prolongarse la situación, el miedo se desvaneció. Como mucho se ha dicho, nos acostumbramos a la pandemia: a medida que aprendíamos que los tapabocas ayudaban a protegernos y nos habituamos al alcohol en gel y al termómetro táctil, fuimos desarrollando rutinas que aliviaban la sensación de temor y sustituimos actividades, que antes solo concebíamos presenciales, por las videollamadas. La prolongación de la pandemia ha dejado atrás el estado agudo de angustia y ha dado paso a una condición crónica de languidez.

Nuestra coterránea radicada en Ecuador, la Psicóloga Isabel Benítez Morales nos explicó que este estado de languidez es el hijo ignorado de la salud mental. Es el vacío entre la depresión y el bienestar, es decir, es la ausencia de bienestar. La persona no tiene síntomas de enfermedad mental, pero tampoco está funcionando a toda máquina. El languidecimiento empaña su motivación, altera su capacidad de concentración y triplica las probabilidades de que reduzca el rendimiento en el trabajo. Parece ser un cuadro más común que la depresión, y en cierto modo puede ser un factor de riesgo mayor para sufrir una enfermedad mental. Este estado de languidez fue descripto por Corey Keyes, nos aclara, a quien le llamó la atención que muchas personas que no estaban deprimidas tampoco prosperaban. A partir de sus investigaciones sugiere que las personas con más probabilidades de padecer depresión grave y trastornos de ansiedad en la próxima década no son las que presentan esos síntomas en la actualidad, sino los que languidecen ahora mismo. Parte del peligro radica en que, cuando uno languidece, es posible que no note el descenso del placer o la disminución del impulso. No te das cuenta de que te deslizas lentamente hacia la soledad; eres indiferente a tu indiferencia. Cuando no puedes ver tu propio sufrimiento, no buscas ayuda ni haces mucho para ayudarte, agrega la Dra. Benítez y sugiere que aunque todavía tenemos mucho que aprender sobre las causas de la languidez y cómo curarla, comenzar a reconocerla y nombrarla podría ser un primer paso. Podría ayudar a desempañar nuestra visión, dándonos una ventana más clara de lo que había sido una experiencia borrosa. Podría recordarnos que no estamos solos: el languidecimiento es común y compartido.

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