Por Horacio R. Brum

En octubre de este año se cumple el 170° aniversario de la Guerra de Crimea. 170 años atrás, Europa estaba en guerra contra Rusia; Gran Bretaña y Francia, las dos potencias mundiales de la época, apoyaron al Imperio Otomano en su oposición a que Moscú controlara los lugares de peregrinación de los rusos ortodoxos en Tierra Santa, un territorio bajo el dominio otomano. El principal escenario bélico fue la península de Crimea y entonces como hoy, lo declarado en la propaganda tuvo poco que ver con los verdaderos motivos de los participantes. Rusia buscaba asegurarse la salida al mar Mediterráneo desde el mar Negro, porque la ruta del estrecho del Bósforo y el mar de Mármara estaba en manos otomanas y el imperio de los turcos era muy vulnerable a la influencia y las presiones de los europeos occidentales. Gran Bretaña trataba de impedir eso mismo, para mantener en Europa un equilibrio de poderes que le era favorable y el emperador francés Napoleón III estaba interesado no sólo en aumentar el peso internacional de su país, sino también en consolidar su poder en el ámbito interno. Por otra parte, el reino de Cerdeña y el Piamonte, que participó del lado aliado un año antes del fin de la guerra, tenía interés en que Austria se comprometiera en la lucha del lado ruso, para que ésta se debilitara y aflojara su poder sobre los territorios del norte de Italia y así fuera posible crear el reino italiano. El conflicto duró tres años y terminó con una Rusia derrotada y humillada, que en adelante y hasta la Revolución de 1917 no dejó de hacer reivindicaciones territoriales.

Alan J.P. Taylor, uno de los más importantes historiadores británicos del siglo XX, especialista en la diplomacia europea, estudió el conflicto de Crimea en el marco de las luchas internacionales por el poder y llegó a la conclusión de que el estallido de la guerra sólo fue el resultado de la acumulación de miedos y desconfianzas entre sus protagonistas. En su obra La lucha por el dominio de Europa, Taylor expresó: “En cierto sentido, la guerra de Crimea estaba predestinada y tenía causas profundas. Ni Nicolás I [el zar de Rusia], ni Napoleón III ni el gobierno británico podían retroceder, por razones de prestigio, una vez que se desató el conflicto. Nicolás necesitaba una Turquía sometida, por razones de la seguridad de Rusia; Napoleón necesitaba el triunfo por motivos de política interna y el gobierno británico necesitaba una Turquía independiente para la seguridad del Mediterráneo oriental. Fue el miedo mutuo, no la agresión de unos a otros, la causa de la guerra”.

Cámbiese a Nicolás I por Vladimir Putin, a Napoleón III por Joe Biden -y por Emmanuel Macron, acosado por las protestas contra sus reformas-, al gobierno británico por la alianza militar europea de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y a Turquía por Ucrania, y la conclusión de A.J.P. Taylor sirve para la guerra actual en este país. Desde mucho antes de su invasión de la península de Crimea, en 2014, Putin venía recelando del avance de la OTAN sobre los territorios que históricamente han formado la “franja de seguridad” de Rusia; con la incorporación a esa alianza, poco tiempo después de la caída de la Unión Soviética, de Polonia y las repúblicas del mar Báltico -Estonia, Letonia y Lituania-, Ucrania era la llave que faltaba para cerrar el cerco y Estados Unidos, con la connivencia de la Unión Europea, comenzó a maniobrar  en 2013 para instalar en Kiev un gobierno favorable a sus intereses. Ese objetivo se logró en 2014, con el derrocamiento del gobierno prorruso por un supuesto alzamiento popular; la invasión de Crimea por el gobierno de Moscú y una guerra civil provocada por las medidas de las nuevas autoridades ucranianas para borrar del país los elementos de la cultura rusa fueron las etapas siguientes del conflicto, seguidas por la agresión que el Kremlin denomina “operación especial”, cuyo pretexto es defender a los ucranianos culturalmente rusos.

Así, Vladimir Putin convirtió a Ucrania en el Imperio Otomano de la vieja guerra de Crimea. Nicolás I también invadió unas provincias otomanas fronterizas; hasta ese momento, el régimen de Estambul era visto por Occidente bajo el prisma de la debilidad y la corrupción, pero las acciones del Zar lo convirtieron en una víctima de los atropellos rusos y una trinchera para defender los valores de Occidente. En 2022, la Ucrania presidida por Volodimir Zelensky era para Transparencia Internacional el tercer país más corrupto del mundo, junto a Rusia y Azerbaiyán. En una columna del New York Times, la periodista ucraniana Olga Rudenko afirmaba que “La realidad ha desenmascarado a Zelensky, el empresario y artista, y ha revelado que el presidente es desesperadamente mediocre”. “Para él, los gestos son más importantes que las consecuencias”, sostenía Rudenko, “Los objetivos estratégicos son sacrificados por los beneficios a corto plazo. No importa qué palabras use, siempre y cuando sean entretenidas”. Hoy, las habilidades histriónicas del mandatario ucraniano son aclamadas como discursos patrióticos por los gobiernos de la alianza occidental que lo apoya y en tanto que los millonarios rusos denominados “oligarcas” son perseguidos por todo el mundo, esos gobiernos y los medios internacionales abanderados de la causa de Ucrania han olvidado las denuncias hechas en 2021 -por el diario británico The Guardian, entre otros-, de que Zelensky había contado en su campaña electoral con cuantiosas donaciones de Igor Kolomoisky, propietario del canal de TV en el cual el mandatario desarrolló su carrera de comediante, y uno de los oligarcas locales. En las mismas denuncias se dijo que el presidente poseía una red de empresas audiovisuales con sedes en paraísos fiscales. Igualmente, no se habla más de la industria de vientres de alquiler que suministraba a parejas de todo el mundo miles de bebés dados a luz por mujeres ucranianas, ni del encumbramiento como héroes de la patria de personajes que colaboraron con el nazismo en la aniquilación de los judíos.

Vladimir Putin quiere evitar que la OTAN encabezada por Estados Unidos domine más territorios desde los cuales apuntar sus misiles hacia Rusia y desea mantener en Crimea una de las pocas bases de la flota rusa con acceso permanente al Atlántico, vía mar Mediterráneo; la Unión Europea teme un imaginario expansionismo ruso para recuperar el espacio que controló la Unión Soviética; Estados Unidos se propone recuperar la influencia mundial que iba perdiendo por el auge del multilateralismo favorecido por Rusia y China; China observa el desarrollo de los acontecimientos y saca lecciones para cuando quiera invadir Taiwán; Ucrania pretende que el mundo entero se alinee con ella, para saldar unas cuentas de odios nacionalistas que tiene con Rusia desde hace siglos. No es una cuestión de democracia contra tiranía, sino de poder y geopolítica, aunque como siempre en las guerras, los civiles sufren y pagan por lo que los políticos desatan. Por eso, en nuestras partes del mundo el apoyo humanitario debe ofrecerse a esos civiles, ucranianos y rusos, víctimas de sus gobiernos, manteniendo una distancia de los bandos en pugna, sin la influencia de la propaganda de uno y otro lado.

No es del interés de América Latina ayudar a la imagen de líder mundial enérgico y decidido que Biden quiere construirse con miras a la reelección. Tampoco sirve a nuestra región revitalizar una OTAN que hasta la guerra de Ucrania había fracasado en sus varias intervenciones militares internacionales: Afganistán, Libia, Irak. No beneficia a nuestro territorio de paz proyectar en él los odios nacionalistas que el Viejo Continente todavía no puede sepultar y con Rusia, así como con China, podemos mantener una relación de respeto mutuo (sin por ello omitir las críticas), diferente de las permanentes lecciones de democracia que nos ha dado, palos e intervencionismos mediante, el vecino del Norte. En cuanto a la Unión Europea, no es un recuerdo muy lejano su respaldo a Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas, a lo que se agrega una cierta actitud de superioridad moral respecto de cómo manejamos nuestros temas medioambientales y el uso de los recursos naturales. América Latina, como lo ha expresado Lula Da Silva, puede tener un papel en la construcción de la paz, pero no tiene por qué dar ese apoyo a la guerra que más o menos disimuladamente buscó el Canciller alemán Olaf Scholz en su brevísima gira por Argentina, Chile y Brasil.

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Carga de caballería inglesa en Crimea

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