Ese mundo del que no me puedo bajar

En su habitual columna en Máxima FM, el psicólogo Sergio Fernández invitó a reflexionar en relación a un concepto muy contemporáneo: la paradoja de la elección, es decir un fenómeno que bien podríamos definir como una suerte de insatisfacción o parálisis, experimentada por el individuo cuando, ante la necesidad de elegir, tiene por delante demasiadas opciones. Compartimos un extracto de lo expuesto por el profesional de la salud mental.

La paradoja de la elección constituye una denominación que algunas ramas de la psicología han atribuido a determinadas problemáticas muy contemporáneas y fundamentalmente vinculadas al mundo del consumo.

Da la sensación de que actualmente tenemos graves dificultades para tomar decisiones. O bien, una vez que las tomamos, suele asaltarnos cierta inquietud. Sentimos que no fue opción más adecuada, que tal vez hubiese sido más satisfactorio tomar otra y que al decantar por una única posibilidad estamos privándonos de un mundo de alternativas.

Esta cuestión parece estar asociada a algunos fenómenos inherentes al campo de la Psicología, es decir que puede presentarse como malestar asociado a algunos cuadros ansiosos, incluso depresivos.

Sin duda está estrechamente vinculado al mundo del consumo. Uno puede analizar estos temas, reflexionar, plantear hipótesis o incluso citar algún tipo de “estudio científico” que se haya desarrollado en cualquier en otro ámbito. Pero en último término hemos de concluir que estamos insertos en un mundo en el que viven millones de personas que, por alguna razón, no están pudiendo tomar ningún tipo de decisión o bien convivir satisfactoriamente con las consecuencias de esta determinación.

Hay personas que no están siendo capaces de tomar una decisión. No solamente en algo tan trivial y cotidiano como qué van a comer, sino en otros muchísimos ámbitos, desde qué vestir, qué estudiar, con quién han de vincularse románticamente, renunciar o no a un trabajo que se presenta como insatisfactorio.

Parece que hemos dejado atrás un mundo de certezas para zambullirnos en otro donde la variedad de posibilidades termina siendo un problema. Claro, lo perverso es que, por otra parte, en los márgenes de esta realidad, compartimos el mundo con personas que viven sin mañana, sin opción, ya sea como consecuencia de los horrores de la guerra o por un nivel de pobreza que derriba cualquier tipo de certeza y convierte a las personas en simples sobrevivientes.

Pero volviendo al tema que nos ocupa y que parece consolidarse cada vez con mayor énfasis en un contexto regido por el consumo, concluimos que podemos estresarnos e incluso desesperarnos no ante la escasez o carencia total de opciones, sino ante la multiplicidad de oferta.

No sabemos con qué quedarnos. Y esta situación, en algún punto, profundiza nuestra insatisfacción y disminuye considerablemente el placer que pensábamos obtener de ese acto de elección.

En algunos supermercados se han realizado algunos experimentos que ilustran con gran acierto esta circunstancia. Utilizaron, por ejemplo, las mermeladas. Al observar el comportamiento de los clientes, establecieron la existencia de una relación directa entre la variedad de opciones y los menores volúmenes de compra. Es decir, determinaron que las personas tienden a consumir menos cuando hay mucha cantidad de posibilidades.

Es evidente que ante esa multiplicidad la persona, en vez de obtener algún tipo de rentabilidad asociada a la posibilidad de realizar una mejor elección, directamente se abruma. Tiene tanto ante sus ojos que no sabe qué elegir. Entonces, en esa encrucijada, se incrementa la ansiedad, el temor a elegir mal, a poner los recursos disponibles en algo en particular.

¿Acaso ustedes no han perdido grandes caudales de tiempo leyendo diferentes etiquetas de mermelada, de tal o cual fruta exótica, con tales o cuales propiedades, elaboradas de una u otra forma más o menos orgánica y sustentable, para finalmente decantar por la de siempre?

Hay ahí algún tipo de sensación ambigua, que fluctúa entre lo placentero y lo desagradable. Una certeza muy íntima de que, en vez de estar adquiriendo exactamente lo que uno necesita, más bien está perdiéndose de algo.

Remitiéndonos un poco a los “lejanos” tiempos de nuestra niñez, al margen del potencial económico de nuestra familia, solíamos disponer de una muda de ropa para salir y otra de entrecasa. Cuando regresabas a casa luego de un paseo o de un evento, ya sea voluntariamente o por orden directa de nuestros padres, inmediatamente nos quitábamos las prendas de salir y nos enfundábamos en la de entrecasa, quedando inmediatamente facultados para actividades lúdicas. No había muchas opciones y esa lógica funcionaba a la perfección, sin lugar a mayores conflictos, más allá de alguna que otra reprimenda por permanecer más tiempo del permitido con un determinado “outfit”.

En cambio, actualmente, no es raro toparse con individuos que frente a un placard repleto de ropa, se toman la cabeza con ambas manos y sueltan la manida frase: “¡no tengo qué ponerme!

Más allá de la lógica que ha logrado imponer el insaciable mundo del mercadeo, el asunto parece estar no en la cantidad, sino en la variedad, donde al parecer no habita “el gusto”, sino el desasosiego. Entonces, ¿qué hacemos? O bien resignarnos y vestirnos con lo “poco” que tenemos o exacerbar nuestro deseo y posibilidades de compra para subsanar esa supuesta carencia y de esa forma poner bajo yugo esa insoportable ansiedad que nos paraliza e incluso nos enfada.

Como en muchas cuestiones relacionadas al consumo y a los sufrimientos emocionales contemporáneos, el remedio parece ser peor que la enfermedad. Frente a un estante abarrotado de cosas que no parecen ser una opción, la solución sería comprar otras. Parece lógico. Pero resulta que cada vez que compro, de alguna forma, estoy optando, estoy tomando una decisión. Por ende, dejando un cúmulo de posibilidades afuera. Y lamentablemente, nuestros ingresos, nuestra disponibilidad de recursos, en nada se asemejan a un cúmulo o a una fuente inagotable. Más bien a un pigmeo intentando detener un tsunami (de deseos y opciones) que se cierne sobre su aldea.

La sensación, sin duda, nos es familiar. Nos sentimos encerrados en un gran dilema: casi idénticos recursos que en tiempos de la niñez, pero más deseos, mayor variedad e infinita disponibilidad de sistemas de crédito que acercan los anhelos al plano de “lo posible”.

Otra circunstancia en la que se pone de manifiesto esta problemática contemporánea tiene como protagonistas a las plataformas de streaming. Allí abundan las opciones. Películas y series de todo el mundo, en todos los idiomas, de todas las épocas. Se supone que bastaría con tomar el control remoto, elegir aquello que nos gusta y acomodarnos en el sillón a disfrutar. Pero, sin embargo, somos capaces de deambular durante horas por géneros, estrenos, clásicos y artistas para concluir que “no hay nada para mirar” y que seguramente aquello que nos encantaría ver está disponible en una plataforma que (aún) no hemos contratado. ¿La “solución”? Obtener una nueva suscripción, agregar otro ítem en el ya abarrotado resumen de la tarjeta y comprobar, para nuestro pesar, que en esa plataforma “tampoco hay nada para ver”, incluso menos que en la anterior. El resultado: mayor insatisfacción.

Y de esta forma, utilizando los mismos mecanismos de razonamiento, podríamos describir circunstancias similares en ámbitos tan disímiles como la elección de pareja; de trabajo, profesión, el lugar al que nos iremos de vacaciones y el automóvil que hemos de comprarnos. Se multiplican las opciones y las modalidades de pago. Concomitantemente, la sensación de vacío y la certeza, escasísimamente fundamentada, de que comprar es el antídoto.

Parece que el mundo, en especial el vinculado a la venta de productos y servicios, ha acelerado de tal suerte que ha superado las posibilidades operativas de los consumidores. Es como un vehículo fuera de control en el que cualquier intento por dominarlo desemboca irremediablemente en el vuelco y posterior incendio. Un fenómeno difícil de cuantificar en cuanto a vidas humanas perdidas (quizá no), pero sí en los caudales de dolor emocional que es capaz de producir y que luego se expresa en trastornos asimilables a los manuales de salud mental.

Es verdad. El universo de lo vendible, de lo novedoso, no dejará de acelerar. No importan dónde nos escondamos, siempre alguien, desde algún lugar, estará tratando de captar nuestra atención para vendernos algo, para convencernos de lo buena que sería nuestra vida si tuviésemos algo que hoy, casualmente, no tenemos. ¿Podemos frenarlo? Difícilmente. Muchas de las lógicas que “sostienen” el mundo que habitamos están encadenadas a los procesos de oferta y demanda. Todos estamos a bordo y viajamos a una velocidad que hace impensable la posibilidad de saltar al vacío y ponerse a salvo en una realidad alternativa.

Igualmente, podemos hacer algo para desacelerar nuestros impulsos. Intentar reincorporar la idea de que posponer una elección, reflexionar si realmente necesitamos algo, no representa una tragedia, sino un derecho. La libertad de no elegir, aunque resulte paradójico.

La posibilidad de satisfacer nuestros deseos ya, en este momento, sin medir consecuencias, es, en definitiva, una estrategia siniestramente orquestada para socavar virtudes humanas como la paciencia, la reflexión, la capacidad de ver más allá de las apariencias y conectar con otro mundo que nunca se fue. Siempre estuvo allí. Uno más lento, donde todavía es posible detenerse, saborear, conectar. Fluir en relaciones imperfectas que se transforman a influjo de compromiso, de conversaciones incómodas, de aceptación. En definitiva, antes de saltar al vacío o dar un volantazo, quizá sea una buena opción confiar en que algo más grande está en la cabina de control y que más lento, sin desesperarse por elegir todo el tiempo, el paisaje de la existencia se disfruta más y mejor.