Por Horacio R. Brum
Había una vez un joven que quería ser pintor; no de brocha gorda -aunque también tuvo que serlo para ganarse la vida-, sino artista. Nació en una ciudad pequeña, en una familia de clase media, y su padre esperaba que siguiera la profesión que él tenía, de agente de aduanas. Sin embargo, este joven sacaba buenas notas en el liceo en la asignatura de dibujo, con lo cual de a poco se fue convenciendo de que su futuro estaba en el arte. Ya de adulto, dijo que su orientación hacia la pintura, la cual lo llevó a descuidar otras materias, fue una expresión de rebeldía hacia su progenitor, y que él se sentía un artista incomprendido. A los 17 años, al futuro artista incomprendido viajó a la capital y trató de ingresar en la academia nacional de bellas artes, donde lo rechazaron varias veces, por falta de méritos.
Hitler no estaba loco, Peralta puede que esté desequilibrado, pero la carga de odio de ambos se hunde en los pozos más oscuros de la historia de la Humanidad y no desaparecerá con un simple veredicto judicial de insania
Así, este joven de aquella pequeña ciudad del interior del país se convirtió en pintor autodidacta y durante un tiempo vivió de la venta de cuadros, no muy imaginativos, y postales. Un empresario judío, de nombre Samuel Morgenstern, fue su principal cliente, y le ayudó a vender más obras entre sus relaciones comerciales y de la colectividad. Más tarde, el pintor fue soldado, sin abandonar el arte, y cuando el país pasaba por un tiempo de conmociones y rebeldías se metió en política, lo que le valió una sentencia de cárcel. En ese período escribió un libro en cual descargó muchos odios y frustraciones. Años más tarde, y ya volcado de lleno a la política, el pintor frustrado llegó al gobierno y convirtió esos odios y frustraciones en políticas de Estado. Tal vez a causa de un pervertido sentimiento de humillación, porque un judío le había ayudado a capear el hambre en su juventud, fue sobre esa colectividad que descargó el mayor odio que ha conocido la Humanidad.
Aquel artista mediocre se llamó Adolf Hitler, y si en vez de pasar apenas nueve meses en la cárcel después de participar en una intentona golpista, hubiese cumplido íntegramente, sin las comodidades que se le dieron, la sentencia de cinco años, otro habría sido el curso de la Historia. La locura fue una explicación simplista para la barbarie del dictador alemán (también se la achacaron a Napoleón Bonaparte), pero un loco no planifica con precisión ingenieril la exterminación de un pueblo ni la conquista de Europa. Lo que sí pudo haber sucedido en la personalidad de Hitler es la transformación de sus frustrantes circunstancias personales en unas visiones de la vida y el mundo cargadas de odio. Esas visiones las publicó en 1925 en el libro Mi Lucha, pero nadie vio o quiso ver el peligro que el autor representaba para la sociedad, menos aún los jueces que lo dejaron libre.
Este año se cumple el 75° aniversario del fin del conflicto mundial que Adolf Hitler desató y en cuyo marco el pueblo judío quedó al borde de la extinción. Hace pocos días, otros jueces resolvieron que el asesino que anunció su crimen diciendo “¡Voy a matar a un judío!” está loco, y por lo tanto, es inimputable. Ese individuo, que provocó en Paysandú un horror desconocido, tuvo en las raíces de su acto las mismas razones de Hitler, convertidas en semillas malditas que siguen dando brotes en todas las sociedades y culturas, como vemos en estos días a causa del crimen policial que agita a los Estados Unidos.
Se dijo en Paysandú que Carlos Omar Peralta había quedado desequilibrado por causas personales y profesionales; también hubo comentarios en el sentido de que era “un buen muchacho”. No obstante, muchos sabían que se dedicaba a cultivar el odio vinculándose por Internet al extremismo islámico y se cuenta que cuando fue a comprar el cuchillo para cometer el asesinato, declaró su propósito y lo tomaron a broma.
A David Fremd no lo asesinaron sólo por ser judío. Lo mataron por ser habitante de un país donde la placidez de vivir sin grandes conflictos étnicos o culturales nos ha acostumbrado a creer que no hay que estar alerta sobre esos problemas y que podemos ser tolerantes con la intolerancia. Si alguien hubiese tomado en serio a su asesino, denunciando sus actividades y expresiones racistas y procurando que se le aplicara con rigor la ley que las castiga, hoy seguiría con vida un ciudadano honesto y pacífico, como lo son la mayoría de los uruguayos. Hitler no estaba loco, Peralta puede que esté desequilibrado, pero la carga de odio de ambos se hunde en los pozos más oscuros de la historia de la Humanidad y no desaparecerá con un simple veredicto judicial de insania, pronunciado por los magistrados de un pequeño país cuya gente suele creer ingenuamente que el mundo de los odios y las persecuciones raciales comienza más allá de sus fronteras.