Por Horacio R. Brum
Tal vez no lo dijo, pero la frase se le atribuyó a María Antonieta y pasó a la Historia como una expresión de la incapacidad de los gobernantes para apreciar las necesidades y sentimientos del pueblo; “Que coman tortas”, respondió supuestamente la consorte de Luis XVI cuando le informaron que los habitantes de París se estaban alzando por la carestía de la vida, reflejada en el precio del pan. En 1789, el pueblo francés quería algo más que tortas, y por no preocuparse por el pan, María Antonieta y su clase fueron arrasados por la guillotina.
“Debimos haber sido más filantrópicos”, declaró en la prensa un gran empresario chileno en octubre de 2019, mientras las calles eran tomadas por millones de personas en protesta pacífica, a la vez que las imágenes de los incendios y saqueos protagonizados por otras rompían el brillante espejo en el que Chile se miraba ante el mundo. Durante treinta años, desde la vuelta a la democracia, los empresarios prácticamente cogobernaron el país, protegidos por una Constitución creada por la dictadura de Pinochet, la cual en el capítulo de los derechos ciudadanos dedica más espacio a la protección de la propiedad privada -incluida la privatización de las aguas-, que a los derechos humanos. Los gobiernos democráticos, ensimismados con el espejismo del desarrollo, mantuvieron un modelo de mano de obra barata, baja sindicalización, nula redistribución del ingreso y numerosos vacíos legales que facilitan todo tipo de abusos contra los consumidores. En el catálogo de las infamias están las colusiones empresariales para mantener artificialmente altos los precios del pollo, de muchos medicamentos y hasta del papel higiénico, además de los fraudes para evadir impuestos con boletas falsas y repartir entre los políticos los fondos así obtenidos.
La destrucción de la gratuidad de la educación también fue facilitada por la Constitución de 1980, que permitió a cualquiera crear colegios, universidades e institutos técnicos. Además, la reforma universitaria de ese mismo año introdujo los aranceles en las universidades estatales; actualmente, lo que se denomina “gratuidad” es un sistema en el que el Estado paga a las instituciones universitarias los estudios de los más pobres, cuya situación económica tiene que ser demostrada mediante unos procedimientos burocráticos engorrosos. A un estudiante de clase media se le ofrecen créditos bancarios con la garantía estatal, y el resultado es que, al recibirse, ese universitario tiene una deuda que puede demorar hasta 15 años en pagar. La educación pública primaria y secundaria está municipalizada; por ello, la calidad de los establecimientos depende de los presupuestos de cada municipalidad. En Santiago, por ejemplo, las comunas donde vive la población pudiente tienen colegios equipados casi como en los países desarrollados, mientras que en las zonas más pobres no es raro que haya salas de computación sin computadores. Un Plan Ceibal es inimaginable en Chile y la pandemia del covid-19 reveló que alrededor el 30% de los escolares no puede recibir clases a distancia porque no tienen computadores y otro 13% no cuenta con conexión doméstica a Internet.
La pandemia también demostró que el Estado chileno ha financiado la pobreza mediante numerosos planes sociales, en vez de sentar las bases para que los pobres salgan de esa condición y contar con alguna capacidad económica para soportar tiempos de crisis. Los cinco millones de cajas de alimentos distribuidos en las zonas en cuarentena indican que muchas personas quedan expuestas al hambre si no pueden salir de sus casas a ganar el jornal. Por otra parte, el hacinamiento y las malas condiciones generales de vida han determinado que en las comunas con mayor pobreza se registren hasta diez veces más muertes por coronavirus que en las más ricas, como es la diferencia en la capital entre Puente Alto, con 625.000 habitantes y 23% de pobreza, y Vitacura, habitada por 95.000 personas, de las que apenas el 3% son pobres.
“Hay que cuidar a los ricos” dijo Augusto Pinochet, quien sostenía la teoría “del chorreo”: si los de arriba se enriquecen, algo de la riqueza pasará a los de abajo. La Constitución que redactaron los socios civiles del dictador fue un traje de medida para los dueños del poder económico, y aquellos que asumieron el poder político en democracia, como muchos de los dirigentes que taparon su pasado izquierdista con la capa del progresismo, le hicieron reformas y remiendos, pero el traje siguió teniendo la misma tela. Así fue hasta que el alzamiento popular de octubre de 2019 les dio un par de bofetadas para despertarlos de su sueño bobo de país líder y ejemplo latinoamericano, y les obligó a iniciar el proceso para eliminar el texto escrito por las bayonetas.
El plebiscito del domingo pasado, en que ganó por una mayoría indiscutible la opción del Apruebo para crear una nueva Constitución tuvo un simbolismo del que a lo mejor los políticos chilenos no se dieron cuenta. El 25 de octubre de 1938 la izquierda llegó por primera vez al gobierno en el Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda. El presidente Aguirre Cerda, bajo la divisa “Gobernar es educar”, estimuló el desarrollo desde el Estado, un modelo que se mantuvo hasta el golpe de 1973 contra Salvador Allende. De ahora en adelante, es probable que los chilenos se inspiren en esas raíces para curar a su país del síndrome de María Antonieta, aunque sin guillotinas.