La necesidad de cambiar el cristal con que se mira
Profesora Gabriela Arias
Cuando somos niños el error está permitido, equivocarse sí es una opción y el proceso es lo importante. Los bebés se toman su tiempo para aprender a gatear y está bien, cuando van creciendo se celebra cada paso hacia la independencia de movimiento y el proceso de control de esfínteres se acompaña pacientemente.
En la educación inicial pintar fuera de las líneas está permitido y es muy gracioso cuando con 2 o 3 años intentan decir una frase y no les sale perfecta, hasta imitamos sus palabras mal dichas.
Llamativamente a medida que crecemos y nos adentramos en la educación formal el error comienza a ser visto con otros ojos. En educación primaria ya no está tan permitido equivocarse y pocas veces es el proceso lo que importa sino el resultado. Dejando de lado la neurodiversidad en el aula. Aquellos niños que tienen un tiempo diferente de aprendizaje se ganan todo tipo de adjetivos calificativos (burro, lento, corto). Cuando se llega a secundaria, ahí sí, definitivamente no se puede dar ni un paso en falso. Perder un examen representa el fracaso total y muchas veces aquel que no llega a la media es “expulsado” del sistema. Sin mencionar la falta de herramientas para auto gestionar las propias emociones en la mayoría de los adolescentes. Es premiado el que contesta rápido, el que cumple con el estándar, con la media. Ese alumno “rápido”, “bueno”, “brillante” es destacado por su velocidad. La meritocracia hace a la perfección su labor.
Equivocarse provoca en cualquier persona MIEDO, porque se nos enseña desde chicos que equivocarse está mal y que tiene una pena, un castigo. ¿No te aprendiste las tablas? Sin recreo. ¿No sabes el abecedario? Más deberes. El miedo paraliza y nos prepara para huir o luchar, no para recitar la tabla del 8 o para responder las fases del agua.
Me pregunto qué pasaría si el error siguiera teniendo la misma mirada que en los primeros años de vida durante todo el proceso educativo. ¡Sería FANTÁSTICO! Dejaríamos de tener niños que se creen que no saben y adolescentes frustrados y expulsados del sistema. Y lo opuesto, niños y adolescentes que se creen mejor que los demás sólo por ajustarse a lo que el sistema dicta. Muchas veces confundimos los tiempos que requieren los alumnos para razonar o evocar una respuesta con falta de interés o desconocimiento.
Es importante, a cualquier edad que se destaque el esfuerzo y el progreso en el proceso cognitivo. Hay una mala concepción de la idea del aprendizaje, esta no se concibe como un proceso biológico. Padres y docentes pretendemos que se debe de aprender académicamente tiene que ser automático, sin embargo el cerebro no funciona de esa manera, a menos que haya una emoción fuerte asociada (no pasa todo el tiempo) o que estemos frente a alumnos con altas habilidades. Esta concepción no está arraigada solo en el ámbito educativo, también en la sociedad en general. La meritocracia le saca el rol fundamental al proceso, le resta importancia y solamente favorece a aquellos que tienen la capacidad y las oportunidades de resolver las situaciones que se le plantean sin mayor problema.
“No fracasé, sólo descubrí 999 maneras de cómo no hacer una bombilla.” Frase célebre de Thomas A. Edison. ¿Qué hubiera pasado si Edison hubiera renunciado a la segunda vez? Seguramente otra persona sin miedo al fracaso hubiese inventado la bombilla de luz.
Esta es la idea que deberíamos de inculcarle a los alumnos, no está mal equivocarse, no los hace menos inteligentes, al contrario hace que exploren estrategias de aprendizaje y formen estructuras cognitivas que seguramente las usarán en el futuro. Si ayudamos a que nuestros alumnos desarrollen una visión más amigable, menos trágica del error, vamos a tener clases menos silenciosas y con más aportes, con alumnos más presentes e involucrados. Cuando el alumno cree que no sabe, no hace el esfuerzo de pensar o tratar de resolver lo que se le pide, ya estableció de antemano que no puede y su cerebro lo cree así. ¿Qué pasaría si esos alumnos se animaran a equivocarse? Puedo asegurar con firmeza que más de uno se llevaría la grata sorpresa que pueden y que sí saben. No existen cerebros vacíos de conocimiento, algo siempre se sabe, por ínfimo que sea es un punto de partida.
El que sabe la respuesta siempre la quiere decir y pocas veces sean niños o adultos esperan su turno. Es muy gracioso ver la cara de los adultos cuando les pido que levanten la mano y esperen a que les de la palabra. Hacer eso no sólo ordena la participación sino que les da tiempo a TODOS a pensar la respuesta, trabajando con niños me gusta ir por los lugares y que me digan la respuesta al oído. Cuando lo hago así se entusiasman y bajo el mano a mano conmigo casi todos se animan.
Ayudar a los alumnos a desarrollar una mentalidad de crecimiento no sólo le quitará el miedo a equivocarse sino que lo ayudará a buscar otros caminos para resolver lo planteado. El error dejará de ser visto como un obstáculo y pasará a ser un desafío que no genere miedo sino emoción de ser resuelto.
El error debería ser un aliado en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Ayudar a los alumnos a capitalizarlos es fundamental junto con el desarrollo de las habilidades emocionales para dejar de percibir el error como un fracaso.
Invito a la reflexión, ¿Si podemos pacientemente esperar que un niño camine o controle esfínteres y celebramos el proceso, por qué no podemos hacerlo cuando aprenden las tablas o las leyes de Newton?