Por Horacio R. Brum

“No haga usted las fotocopias; usted es profesor”. Esta frase resumió mi primer choque cultural en Chile; hace casi veinte años. Acostumbrado al igualitarismo rioplatense, en los primeros días de los cursos de periodismo que daba en una universidad privada pregunté a una secretaria dónde podía hacer las fotocopias de unos apuntes, y esa fue la respuesta. Tuve que esperar varios minutos para que llegara un auxiliar, al que la secretaria le encargó la difícil misión de recorrer veinte metros hasta la oficina donde estaba la fotocopiadora. De allí en adelante, fui directamente hasta máquina, consciente de que estaba rompiendo los esquemas y jerarquías, pero no pude salvarme de que en muchas otras oportunidades los albañiles o pintores, por ejemplo, rechazaran mi ayuda para cargar los materiales a ser usados en mi casa o para mover muebles pesados, porque “Usted es el patrón”.

El ser servido o hacer de patrón forma parte de la idiosincracia de las clases medias y altas de la sociedad chilena e incluso más de un progresista considera normal el uso permanente del servicio doméstico, con empleadas que con frecuencia no solamente limpian la casa, sino que cocinan y se ocupan de los niños. Otra manifestación de esta rémora social se ve en los supermercados. Nadie devuelve los carros a las filas de donde los sacan, sino que los abandonan sueltos en todas partes y hasta en las calles, porque hay “acomodadores”; cuando voltean un producto de una góndola al suelo, allí queda hasta que viene alguien del personal a recogerlo y en las cajas son los “empaquetadores” los encargados de poner las compras en las bolsas. Algunos años atrás, ellos eran escolares de los cursos superiores, que llegaban antes o después de las clases, con sus uniformes, para hacer ese trabajo por propinas. Todos los gobiernos toleraron esto, hasta que un informe internacional sobre el trabajo infantil dejó a Chile mal parado. Desde entonces, solamente los mayores de 18 años pueden empaquetar, sin ninguna relación contractual con el supermercado, pero reclutados por empresas que cobran a los jóvenes alrededor de 30 dólares mensuales por distribuirlos entre los establecimientos.

En estos días de pandemia, cuando las autoridades prohíben salir de las casas en más de cinco oportunidades por semana, ha quedado en evidencia que mientras unos se protegen del virus, otros arriesgan su salud para servirlos. En los barrios residenciales, la basura se sigue recogiendo diariamente, por camiones con una tripulación de cinco o más trabajadores; las empresas de reparto contratado por celular han aumentado los repartidores en más del 30% y a pocos de ellos se les dan los elementos de protección sanitaria. Estos “socios repartidores” como insisten en llamarlos tales empresas, en palabras escogidas a propósito para que no haya una relación legal de dependencia, tienen autorización oficial para desplazarse por todas las zonas de cuarentena, pero no hay ningún control sanitario sobre ellos. Según cuentan estos trabajadores a la prensa, no siempre se les entregan las mascarillas, guantes, alcohol gel y otros elementos para protegerse del coronavirus. En cuanto a los clientes, hay quienes hacen encargos como si no hubiera una epidemia: un repartidor relató que tuvo que ir a una tienda de chocolates finos importados, en uno de los barrios “ricos” de Santiago, y ella estaba llena de sus colegas esperando despachos.

Pese a que, bajo las condiciones de las cuarentenas, se puede sacar por Internet una autorización policial para ir al supermercado dos veces a la semana, otra figura que se ve en estos lugares es la del “shopper”, una persona que está en la misma categoría de trabajo precario que los repartidores y se encarga de hacer las compras para quienes solicitan el servicio por celular a una empresa, la cual les paga unas comisiones ínfimas. Este es un trabajador que, con su propio auto, lleva el surtido a la casa del cliente y debe sacar de la comisión todos los gastos del transporte.

Hay cinco mil repartidores en una sola empresa y por lo menos media docena de ellas operan en la capital de Chile, sirviendo a las cinco comunas donde residen los habitantes de la ciudad con mayores ingresos, unas 700.000 personas, la décima parte de la población en cuarentena. Si a esos trabajadores se agregan todos los que prestan servicios esenciales, como los basureros, los carteros, los funcionarios públicos, los conductores del transporte público y otros similares, el número de personas que se mueven por toda la ciudad, expuestas teóricamente a contagiarse y contagiar, es altísimo. No existe un cálculo oficial de esto, ni se han prohibido los servicios no esenciales (¿es imprescindible comer chocolates importados, en las actuales circunstancias?); en cambio se ha prohibido terminantemente a los mayores de 75 salir de sus hogares, lo cual ya está provocando una catarata de cartas de protesta a los diarios, enviadas por ciudadanos de la tercera edad. Tampoco pueden salir a ganarse la vida casi todos los trabajadores del comercio, despedidos por cientos de miles y, según el Sindicato de Trabajadoras de Casa Particular, a muchas de ellas los patrones las condenaron a la cesantía sin compensación alguna, a veces por medio de llamadas telefónicas hechas por los empleadores temerosos del virus.

Hasta ahora, la cuarentena total impuesta en la capital chilena sólo parece haber servido para aumentar los contagios del coronavirus en forma explosiva, probablemente por el hacinamiento reinante en los barrios pobres. Paradójicamente, fueron los alcaldes de esas comunas -buena parte de ellos de izquierda-, quienes clamaron por la medida. Ahora están clamando por la ayuda del gobierno, para combatir el hambre, un enemigo que parece estar volviéndose más amenazante que el Covid-19 y el periodismo ve con interés los modelos de Suecia y Uruguay, que no han impuesto un totalitarismo sanitario.

Nota publicada hoy sábado en La Tercera de Chile.

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