Por Horacio R. Brum
En los años de plomo de nuestra historia reciente el miedo tenía varias capas. Para los más comprometidos en la lucha contra las dictaduras, el ser torturados, terminar en una zanja con un tiro en la nuca o de rehenes eternos en las catacumbas de algún cuartel, eran la carga de una mochila de miedo que se contrapesaba con los ideales y la fuerza de la resistencia. Para sus familias y amores, el miedo era no saber cuándo los volverían a ver vivos, cuándo una patada brutal voltearía la puerta del hogar y el allanamiento violaría los espacios más íntimos, o si ellos mismos serían víctimas de los terroristas uniformados.
En otra capa menos profunda estaba el miedo de los que simpatizaban con la oposición al autoritarismo, pero no tenían el coraje para la resistencia activa o estaban atados de manos por motivos no muy nobles, pero sí muy humanos, como el temor a perder un empleo que era el único sustento o arriesgar una carrera que había costado mucho sacrificio concretar. Esos se acercaban al miedo de los más comprometidos cuando un pariente o un amigo terminaba en la cárcel, si no era obligado a probar la suerte amarga del exilio.
Para la gran mayoría de las personas el miedo no era un asunto de la vida diaria, porque mediante la manipulación de las informaciones y la censura, los regímenes militares intentaban crear una impresión de normalidad. “Por algo será”, fue la frase infamemente célebre que en esa delgada capa del miedo se empleaba para justificar las desapariciones y los encarcelamientos, mientras cada uno continuaba con sus actividades y ocupaciones.
El miedo de los tiempos dictatoriales tenía orígenes y responsables claros y los habitantes de un país se movían entre esas capas; en otros lugares, a los cuales se podía huir para salvar el cuerpo, las ideas o simplemente la dignidad, ese miedo era desconocido. Ahora, cuando tan lejanos parecen aquellos tiempos, el mundo está envuelto en una única y viscosa capa de miedo: la pandemia. Epidemias globales ha habido en toda la historia de la Humanidad, pero esta parece ser la primera vez en que el miedo a la peste, alimentado y difundido por muchos gobiernos, por una parte de la comunidad médico-científica, por la mayoría de los medios de comunicación y por las cloacas informativas de las redes sociales, está causando daños mayores que la enfermedad misma.
Así como los técnicos de la economía lograron, más de una vez en complicidad con las dictaduras, imponer años atrás el pensamiento único neoliberal, ahora los técnicos de la salud imponen el miedo al contagio del coronavirus y casi nadie presta atención a las voces que desde las ciencias sociales advierten sobre el desastre en términos de enfermedades mentales, atrasos en la educación de los niños y los jóvenes y erosión de los derechos civiles que están provocando unas restricciones de movimiento, intercambio social y libertades individuales tanto o más drásticas que las de los tiempos de las dictaduras. Ningún régimen autoritario logró encerrar a todos sus ciudadanos durante meses, como se ha hecho con el sistema de cuarentenas; ni el más brutal ataque a la educación de aquellos tiempos clausuró escuelas y universidades en forma casi permanente; nunca los socios neoliberales de los dictadores obligaron por decreto a cerrar a una enorme variedad de comercios, principalmente pequeños y medianos, y el desempleo fue un mal que aumentó con el tiempo, producto de la aplicación de teorías económicas erradas, no una explosión en pocos meses, causada por las decisiones que se están tomando bajo la expresión del pensamiento único de esta época: la economía o la vida.
Con esa disyuntiva se acalla hoy a quienes a la luz de la razón sostienen que la economía es parte de la vida, pero lo cierto es que en países como los nuestros hay millones de personas para quienes el funcionamiento normal de la economía significa un jornal para la subsistencia diaria: si no es posible salir a trabajar, no hay ingreso; si no hay ingreso, hay hambre y ningún gobierno de un país en desarrollo puede sostener en el tiempo los planes de ayuda alimentaria y económica que mantengan a la mayor parte de su población en unas condiciones satisfactorias de supervivencia. En dictadura, la ortodoxia económica empobreció a millones; la ortodoxia sanitaria podría provocar un daño igual o mayor y cabe preguntarse si los recursos necesarios para asisitir a una población privada de trabajo no estarían mejor destinados a reforzar los sistemas de salud y proteger a quienes realmente están expuestos a sufrir las peores consecuencias del contagio con el virus.
Las dictaduras tenían sus listas de sospechosos y focalizaban su fuerza represiva en ciertos grupos; ahora somos todos sospechosos -eventuales portadores asintomáticos, en la jerga médica- y como en aquellos tiempos, se nos obliga a sospechar de todos. Para los dictadores, el marxismo-leninismo estaba en todas partes, pero cada uno de nosotros tenía la íntima libertad de saber en qué lugar político se encontraba o no; según las múltiples y confusas informaciones científicas, el virus está en todas partes y a nadie se le permite la libertad de cuestionar esas informaciones, bajo pena de ser tratado como un descastado que pone en riesgo la seguridad colectiva. Igual que los “apátridas” o “subersivos” de antaño.
Ser joven significaba entonces tener credencial de sospechoso. Lo mismo que ahora, porque los jóvenes son acusados de aglomerarse, de no usar mascarillas, de ir a fiestas clandestinas y tantas otras formas de ser “un peligro para la sociedad”. Al menos, no son encarcelados por mucho tiempo ni desaparecidos; sólo les tiran con balas de goma…
Algún día, quien tenga el coraje de desafiar al pensamiento único sanitario podrá hacer un estudio comparativo riguroso de cuántas vidas se han perdido a consecuencia directa de los contagios y cuántas personas murieron por no poder tratarse a tiempo de otras enfermedades, cuántos ancianos perecieron en sus casas por el aislamiento, cuántos suicidios hubo por el agravamiento de las enfermedades mentales, cuál es el saldo de la malnutrición y el hambre entre quienes quedaron sin trabajo. Alguien más podría comparar esos datos con el saldo que dejaron las dictaduras. Marie-Jeanne Roland, una figura insigne de la Revolución Francesa, fue enviada a la guillotina cuando los extremistas dominaron el movimiento. Se dice que al subir al cadalso expresó: “¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Adaptando sus palabras a la época que nos ha tocado vivir, se podría decir: ¡Salud pública, cuántas barbaridades se están cometiendo en tu nombre!
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PESTE – Un médico en los tiempos de las peste medievales.
Archivo HB