Óscar Geymonat

Amanecí integrado al septuagésimo séptimo grupo de WhatsApp. Fui llevado compulsivamente por la buena intención de alguien que pensó: «es buenísimo que estemos en red». Y se lo agradezco. Pero tuve la paradójica sensación de estar un poco más enredado que antes.

El debate en torno a las bondades y las otras del desarrollo tecnológico aplicado a las comunicaciones no nació con Internet. Es tan humano como el  pulgar antepuesto. Hay quien lo considera la panacea de la participación y la democratización de la palabra. Hay quien demoniza todo lo que surja de allí. Ni muy muy ni tan tan, diría mi abuela.

La pregunta es: ¿qué entendemos por comunicación? Hay versiones instrumentales que la entienden como «trasmisión de unidades de información apoyadas en soportes tecnológicos». Para ellas es una maravilla. Para quienes entienden que es ante todo un atributo humano asociado a la construcción de la sociabilidad, a los vínculos, es una herramienta útil pero con carencias.

La pandemia catapultó a las plataformas y redes sociales al trono de la realeza. En algunos casos ha significado una ventana abierta al mundo y en otros una prisión de la que nos es difícil salir. Ha dado una posibilidad maravillosa de acercamiento y ha creado «nuevas soledades digitales».

Hemos podido conversar con gente que con o sin pandemia nos hubiese sido imposible, hemos participado de reuniones, conferencias, debates de los que no habíamos soñado ser parte. Y nos alegramos. Hemos participado de estudios bíblicos por alguna plataforma digital y hemos concluido: «bueno, es lo que hay. Demos gracias que se puede esto». Hemos visto abuelos saludando a sus nietos y soplando las velas de la torta por la pantalla. El alma se nos partió en dos.

Dijimos que no alcanza para comunicar. Hemos visto cien veces por día la misma información, por momentos tuvimos la sensación de que el mundo era un virus y dos vacunas. Fuimos saturados de farándula y frivolidad de la que no podemos escapar porque nos persigue.

Entonces decimos que es un castigo disfrazado de libertad y apertura que en realidad nos obliga y nos encierra. Ni muy muy, ni tan tan.

La comunidad se construye en el encuentro, en las miradas sin mediaciones, en el abrazo que trasciende el universo de «la nube», en las discusiones de cuerpo presente, en el banco que se comparte, en la mesa que nos reúne, en la Palabra que escuchamos en comunión, en el trabajo que nos encuentra, en el himnario que compartimos.

Hay herramientas, pero la comunicación es el encuentro.

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