La generación de padres y madres de hoy crecimos en entornos que sobrevaloraban la mente y lo racional. Sin recibir de nuestros adultos referentes (porque ellos tampoco lo sabían), la idea de que las emociones que habitan nuestro mundo interno, son las que van a tomar el mando de nuestros comportamientos si no aprendemos a reconocerlas, identificarlas, regularlas y encauzarlas para que de ellas puedan surgir respuestas y no impulsos que nos gobiernen a su antojo y sobre todo con consecuencias negativas para nosotros mismos y nuestro entorno.
Y así los padres y madres de hoy nos encontramos frecuentemente frente a nuestros hijos sin entender qué es lo que debemos hacer o peor aún, que es lo que hicimos mal para que ese niño o joven se sienta tan conflictuado, angustiado, ansioso, inquieto, impulsivo o desorganizado.
Y es aquí donde saber que la inteligencia emocional es un aspecto de la inteligencia en general, nos ayuda a integrar en nuestra vida diaria conocimientos sobre cómo podemos tomar conciencia de que lo que manifestamos afuera es consecuencia de lo que nos está pasando por dentro.
Y lo que nos pasa por dentro es inevitable. Las emociones surgen impostergables frente a lo que vivimos. Lo que no implica que aprendiendo a identificarlo y conducirlo, no podamos exteriorizarlo de formas lo más sanas posibles. Teniendo desde ese lugar un mayor y mejor control de lo que conocemos como conductas, esas respuestas visibles que se ponen en juego y que desplegamos en nuestras relaciones afectivas, laborales y sociales en general.
Cuando nosotros éramos chicos, los adultos no necesitaban ocuparse de hacernos fuertes emocionalmente, porque en el mejor de los casos la vida se ocupaba de eso (lamentablemente muchas veces se pagaba un costo alto en autoestima, sobreadaptaciones, síntomas, rigideces, defensas inadecuadas, enfermedades, etc.), y así se llegaba a adulto con suficiente fortaleza en la personalidad, capacidad de espera y esfuerzo, tolerancia a las frustraciones sin que nuestros padres hicieran nada en particular para lograrlo, lo mismo que sus padres hicieron con ellos.
Y así nos encontramos hoy, buscando un camino intermedio entre dos estilos de parentalidad opuestos, el autoritario y el permisivo, donde actualmente lo que nos preocupa y ocupa son los niños y jóvenes con poca tolerancia al dolor, sin fuerzas para pelear por lo que quieren, con dificultades para adaptarse al mundo real y perdiendo frecuentemente la capacidad de disfrutar de crecer.
Pero no nos detengamos en la infertilidad de la culpa, ni en el pesimismo de la derrota. Busquemos ayuda, hagamos contactos, tejamos redes, construyamos comunidad, donde poder hablar, preguntar, problematizar, reflexionar, aprender. Porque nuestros hijos nos necesitan, somos nosotros los adultos, con mil dudas y situaciones difíciles a cuestas, pero adultos al fin, con quienes ellos necesitan sentirse seguros y contenidos, guiados, y esperanzados en que este mundo puede ser ese lugar mejor que, en secreto, todos soñamos.
Fabiana Pezzatti Puchkariov