Escribe Oscar Geymonat

Fue entonces que me acordé de Dalia. Me contaron que todas las mañanas juntaba bolsas de nylon, papeles, botellas descartables y la basura que hubiera en el patio frente al templo valdense en 8 de Octubre. Había todos los días. Y hay. No era su patio. Vivía en el edificio de al lado. Nadie le iba a reclamar si no lo hacía. Nadie iba a pagarle la hora de trabajo, al contrario, seguramente ofrendaba de su dinero para que estuviera mejor. Era únicamente aquella libre obligación que no reclamaba reconocimiento ninguno, no daba lugar a queja, ni siquiera a reclamo a otro miembro de la comunidad para que la tarea fuera más compartida. Al fin y al cabo el patio es de todos. Estoy seguro que no había hecho una promesa y mucho menos lo vivía como una penitencia de expiación. Es más, seguramente se hubiera sorprendido si alguien le daba las gracias. Era lo que había que hacer y listo.  No sé si recordaría el texto del Evangelio sobre el sirviente que cuando termina su trabajo dice: “he sido un sirvo inútil, sólo hice lo que tenía que hacer”, pero que lo sabía estaba a la vista.

Fue entonces que me acordé. El señor terminó su lata de gaseosa y la tiró para el mismo patio que Dalia ya no recorre todas las mañanas. La tiró por encima del hombro cuando dos pasos más adelante estaba el contenedor que tuvo que esquivar para cruzar la calle. Por encima del hombro la tiró con la tranquilidad de conciencia de quien se desprende de un problema. Para él el patio ya no es de todos, es de nadie. Ahí me parece que está la raíz del problema, o una por lo menos, es casi seguro que tiene otras varias. Un árbol no se sostiene con una sola raíz, una conducta aprendida tampoco.

Reconozco que estuve omiso. Debí haber bajado corriendo por la escalera, salir a la vereda y decirle: “señor, se le olvidó levantar la lata”. Tal vez se cumpliría aquel antiguo proverbio bíblico: “así harás que le arda la cara de vergüenza”. O tal vez me mandara a freír papas. ¿Quién sabe lo que hubiera ocurrido si ocurriera lo que no ocurrió? Lo cierto es que no lo hice. Lo demás son especulaciones. Me volví parte del problema más que de la solución. Me digo que para cuando yo llegara a la vereda él ya iría una cuadra más adelante. Con esa pobre argumentación que no resiste un soplido, me quedo pegado a la ventana rumiando estos pensamientos.

Varias cuadras caminé en la mañana. Me cruzaron paquetes de galletitas, botellas de gaseosas, vasitos de tergopol, envases plásticos. Volví a acordarme de Dalia y del señor de la lata. Pensar que esas botellitas de 250 ml no las compran los veteranos sino los chiquilines me agregó una cuota de preocupación por el futuro. Pensé que con un mínimo de consideración por los demás no habría ninguna tirada en nuestra cuadra. No hablo de esfuerzo alguno, es solamente pensar que esa vereda que piso no es lugar de nadie sino territorio de todos. El mayor esfuerzo es levantar el brazo a la altura del contenedor en lugar de simplemente aflojar la presión de los dedos para que la botellita o el paquete caigan por efecto de la ley de gravedad.

Son pensamientos muy elementales, cero esfuerzo. Es feriado. Por supuesto que no estoy dando soluciones sobre el tratamiento de residuos. Soy inconsciente y ostento cierto grado de atrevimiento, pero no soy extremista. No estoy defendiendo ni atacando ninguna gestión municipal. Estoy más bien pensando en aquello que nos hace hacer lo que hacemos y ser como somos.

Tampoco me gana la nostalgia de aquellos tiempos pasados que siempre fueron mejores. Es un espejismo que desaparece al menor toque de realidad. Esas actitudes conviven, sólo que unas se ven porque molestan, generan indignación y las otras a veces sólo se recuerdan cuando no están.

Es para pensar, porque me parece que detrás de una actitud tan baladí como desprenderse de una lata de gaseosa, queda retratada una consideración de la realidad que nos rodea, de quienes con nosotros conviven, de nosotros mismos, en definitiva. Para decirlo con una expresión que ya casi es un lugar común, recuerde que es feriado, es la punta del iceberg. La mayor parte no se ve, pero está y es el sostén.

Cuando el individualismo se extrema al punto de que el mundo gira en mi entorno, cuando el prójimo deja de serlo y en todo caso se vuelve una entidad que poco tiene que ver conmigo, los espacios comunitarios van pasando a ser tierra de nadie en lugar de compromiso de todos. La libertad se malentiende como la ausencia de obligaciones, se desfiguran los derechos. Siempre habrá alguien que tenga la culpa de la lata de gaseosa tirada en la vereda, invariablemente será alguien que esté fuera de nosotros. Para el señor que la tiró será el servicio de recolección, para mí será él y no yo que lo miré por la ventana.

No por casualidad Dalia sentía que aquello era su responsabilidad. Su iceberg estaba cargado de una tradición ancestral de cuidado mutuo que no está perdida, pero que cuidar es nuestra intransferible responsabilidad.

Publicado originalmente en Noticias viernes 19 de julio de 2024

Foto El Confidencial.

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