Por Horacio R. Brum
Se suele decir que fue Lenin quien usó la expresión ‘idiotas útiles’ para referirse a aquellos que simpatizaban con la revolución bolchevique, sin tener noción de sus verdaderos objetivos, y podían ser manipulados para obtener apoyos. Sin embargo, no hay constancia de la existencia de la frase en las obras o discursos del ícono revolucionario; en cambio, durante los inicios de la Guerra Fría fueron los demócrata-cristianos italianos (furiosamente anticomunistas) quienes se refirieron así los luchadores sociales que no compartían su alineamiento con la derecha. Al parecer, la revista estadounidense Time reprodujo ese calificativo en un número de 1958 y desde entonces ha estado presente en el lenguaje tanto de la derecha como de la izquierda.
Como un signo de estos tiempos en los que el neoliberalismo más rancio se niega a desaparecer y se disfraza de anarco-capitalismo, ha aparecido una generación de idiotas útiles que dicen estar contentos con la precariedad laboral, hablan de la ‘libertad’ que les da el estar todo el día pedaleando en una bicicleta para repartir pizzas y votan a los candidatos que les venden el mito de esa supuesta libertad, como Javier Milei. El 22 de mayo pasado, cuando el presidente argentino presentó en el Luna Park de Buenos Aires uno de sus tantos libros de “recorta y pega” (que no pudo presentar en la Feria del Libro, porque la fundación organizadora le negó la posibilidad de que convirtiera el evento en un show personal), el acto se pareció mucho a un concierto de rock. El mandatario cantó y bailó, apoyado por una banda de fieles seguidores, y dio una charla sobre economía que pocos entendieron, pero todos aplaudieron. Entre el público predominaban los jóvenes, quienes todavía parecen integrar el núcleo de sus partidarios.
Una encuesta publicada a fines de julio por el diario La Nación indicó que, en las elecciones parlamentarias de 2025, el 50% de los jóvenes de entre 16 y 35 años “votarían por candidatos que apoyan a Milei”. En las presidenciales de 2021, el padrón incluyó a más de 9 millones de personas de entre 16 y 29 años de edad habilitadas para votar. La rebaja del límite de 18 años a los 16 para ejercer el derecho ciudadano fue un truco del kirchnerismo, que suponía tener entre los menores una base amplia de apoyo. Sea como sea, la masa juvenil representa un nada despreciable 27% del electorado argentino.
Unos días atrás, en lo que pareció ser un globo-sonda del gobierno para evaluar las reacciones al tema, circuló la versión de que la edad habilitante para sufragar se iba a bajar a los 13 o 14 años. Una zanahoria que en los mismos días tuvo su correspondiente palo, porque llegó al debate en el Congreso la propuesta del poder Ejecutivo para fijar en los 13 años la edad de imputabilidad. Más tarde, en la Casa Rosada negaron lo del voto, pero con una ambigüedad que ya se ha hecho característica de los pronunciamientos oficiales: “Este es un gobierno que piensa todo, nada se descarta”, dijo el portavoz presidencial Manuel Adorni.
En la encuesta de La Nación, un total del 58% de las personas de entre 16 y 35 años dijo estar soportando bien el fuerte ajuste económico impulsado por Milei. Lo que no cuentan los estudios de opinión es cuántos de los jóvenes consultados tienen el beneficio de vivir con sus padres (algo mucho más común en nuestros países que en el mundo desarrollado) y así evitan sufrir en carne propia los peores efectos del ajuste. Por otra parte, los encuestadores siguen afirmando que los “sub-35” respaldan decididamente al actual inquilino de la Casa Rosada. Esa visión positiva está en contraste con la realidad laboral, porque las llamadas “empresas de plataformas”, que proveen servicios de reparto o transporte a través de Internet, informan de un aumento notable de quienes ellas denominan “socios” o “colaboradores”, para evitar atarse a las leyes laborales. Cabify, que recluta personas con sus autos para hacer el trabajo de remiseros o taxistas, pero sin cumplir con todos los requisitos que la ley exige a los taxistas, comunicó recientemente que desde el año pasado recibe unas 10.000 solicitudes por mes; PedidosYa o Rappi, cuyos repartidores en bicicletas o motos tienen entre 18 y 39 años, registran decenas de miles de ellos en toda la Argentina.
Aunque cuentan historias de desempleo, estos trabajadores no reconocen la precariedad de su situación y prefieren alabar la libertad y la flexibilidad de horarios que tienen. También se cuentan entre ellos muchos migrantes, que por la burocracia de las autoridades de migraciones no pueden tener los documentos que les permiten acceder a trabajos con mayor protección legal y beneficios sociales. En resumen, se trata de personas cuyo número engrosa las cifras de la informalidad laboral y que, cuando lleguen a la vejez, no podrán gozar de haber jubilatorio alguno. Además, no tienen capacidad de ahorro, porque con frecuencia están complementando con ese ingreso otro muy bajo de un trabajo formal y deben pagar deudas variadas. Ello lleva a que comúnmente laboren doce o más horas diarias y vivan en un estado de alerta permanente, esperando el aviso por celular de la empresa, para recoger y entregar un pedido o buscar un pasajero. Por otra parte, estas compañías pueden despedirlos arbitrariamente y sin compensación alguna, con sólo cortarles el vínculo telefónico. A pesar de algunos intentos de sindicalización y de las escasas iniciativas gubernamentales para regular este tipo de trabajo, lo cierto es que la modalidad se ha ido generalizando y hay sectores interesados que difunden la idea de que así es la “modernidad” laboral. En algún sentido, este es un triunfo del neoliberalismo, entre cuyos postulados básicos siempre han estado la “flexibilización” de las normas laborales y el facilitar que el mercado absorba la mano de obra juvenil, mediante sueldos más bajos y menos requisitos de protección social.
Cabe preguntarse por qué una buena parte de la gente que sacrifica su descanso y su tranquilidad por unos pocos dólares (en Argentina, un repartidor debe cumplir con al menos dos pedidos por hora, para ganar alrededor de cuatro dólares en el mismo lapso) trabajando para empresas que generan para sus dueños ganancias astronómicas, acompaña proyectos de destrucción del Estado y de la solidaridad social, como el que promueve Javier Milei. En el caso argentino, el desquicio dejado por el kirchnerismo da una explicación parcial, pero en cuanto a los jóvenes, por todo el mundo se extiende una cultura del individualismo, emanada de las redes sociales y otros instrumentos de las modernas tecnologías de la comunicación, acoplada a otro concepto neoliberal: el “emprendedurismo”. Con este término se pretende sostener que cualquiera con una buena idea y el esfuerzo personal puede hacer fortuna; se niega de esa manera el papel del Estado como igualador de oportunidades e implícitamente se sostiene que quien no “progresa” es por no esforzarse lo suficiente. En Chile, donde el modelo económico neoliberal imperó hasta el estallido social de 2019, en las encuestas sobre las causas de la pobreza sostenidamente había un porcentaje del 40% de las personas que respondían que los pobres lo eran por ser haraganes.
Aunque el neoliberalismo perdió terreno político por los males sociales que provoca, ha tenido éxito en el ámbito de las tecnologías de la comunicación, porque las empresas explotadoras de los repartidores y los choferes existen a su vez gracias a un puñado de aquellas que facilitan el uso de las herramientas electrónicas (Google, etc.), cuya actividad apenas se sujeta al control de los gobiernos. Estas también tienen un efecto amplificador y multiplicador del consumismo, un mal de nuestros tiempos por el que el tener se vuelve más importante que el ser. A un “click” de distancia aparece todo tipo de productos, en una especie de democracia del consumo, la cual en los más pobres se ejerce mediante el endeudamiento…o pedaleando todo el día para pagarse el último modelo de celular o de consola de juegos. Así, muchos jóvenes ya no están interesados en las ideologías que predican la solidaridad y el bien común, sino en las que ofrecen satisfacciones rápidas y soluciones simples, propagadas por individuos que no apelan al intelecto y son hábiles para tocar las cuerdas de las emociones primarias. Esos son los nuevos “idiotas útiles”, que votarán por la derecha más reaccionaria si ella sintoniza con sus frustraciones y reclamos, sin ver que detrás de las satisfacciones inmediatas vendrá la aplicación de los planes de esa derecha para hacer retroceder todo lo que ahora les da la verdadera libertad en términos de igualdad y derechos humanos.