La noticia parecía no ser de acá; o en todo caso de un acá muy anacrónico. El sábado 22 una amenaza de bomba en el Montevideo Shopping hizo que se activara un no
acostumbrado protocolo de desalojo. Era de rigor. Tengo la sensación de que generó más chistes que pánico y una buena cuota de fastidio entre quienes estaban en plena compra, o mirando vidrieras.
El 23, en tren de domingo de tarde, nos preguntamos qué hacía toda esa gente en la vereda del Shopping Punta Carretas. Una idéntica amenaza. Hubo quien me dijo que había terminado el café antes de salir porque con semejante precio, una bomba no amerita el desperdicio. Confieso que nos reímos pensando en algún jovencito en busca de entretenimiento como cuando, hace varias décadas, corrimos en algún “ring raje”, o gastamos una ficha de teléfono público para llamar a la fábrica de pastas y preguntar si tenían tallarines verdes porque iríamos a buscar cuando maduraran, o localizábamos en la guía telefónica a alguien que se llamara Julio para advertirle que agosto lo venía siguiendo. Entonces los captores de llamadas y la localización satelital eran ciencia ficción. Lunes otra vez sobre la ciudad. No es otra amenaza de bomba, son dos. Y siguieron. Hoy miércoles, que esto escribo, perdí la cuenta y no sé obviamente qué pasará mañana. Ya no sólo fueron centros comerciales, fueron las facultades de Derecho, Arquitectura, Comunicación, Humanidades, Ciencias Económicas. Es posible que no las haya nombrado a todas y no es lo importante. Ya no parece ser una bromita pasatiempo. Algo está bastante peor en algún lado. Mañana de miércoles. La rectoría de la Universidad de la República recibe un correo electrónico con una amenaza que sube la apuesta. No la repito, es de conocimiento público. La envía con copia a los dos partidos políticos más votados en el país. Obviamente no sé que potencial riesgo existe de que las amenazas se concreten. Espero que ninguno, pero no lo sé. Obviamente no sé si las amenazas provienen de una persona o de una organización. Obviamente no sé los motivos. Lo que sí sé es que algo no funciona bien en la cabeza y en el corazón de alguien y que ese alguien no vive en soledad ni llegó el sábado en una nave espacial escapando de un planeta a punto de explotar. Es alguien, o son, parte de la sociedad que somos. No es su problema, es el nuestro. “Ustedes me causaron dolor”, dice parte de ese correo electrónico que todos conocimos al instante, “se los devolveré aumentado. Les demostraré a todos que ninguna vida importa”.
¿Quiénes son ustedes? ¿quiénes integran, o integramos, el “todos”? “ninguna vida importa”, la suya tampoco. Lo está diciendo. Lo mejor que podría ocurrir es que alguien lea éstas, mis preguntas preocupadas, y se ría a carcajadas de mí. No es 28 de diciembre, pero sería buenísimo que me pudiera decir: “que la inocencia te valga”. Me encantaría ser el hazmerreír de la fiesta. Pero sospecho que tengo
motivos para preocuparme. La violencia está tan presente en nuestras relaciones que por momentos pasa inadvertida. El lenguaje agresivo, los calificativos descalificantes, el menosprecio y la ridiculización del pensamiento ajeno cuando no coincide con el nuestro, la acusación lapidaria sin necesidad de argumentos, no escandalizan. Peligrosamente amenazan con volverse parte de la normalidad en el habla cotidiana, en medios de comunicación y en boca de personas que ocupan cargos muy representativos en la sociedad. A quien más se le dio, más se le pedirá. Cuanto más
encumbrado sea el lugar que se ocupa, mayor es la responsabilidad que le cabe. Pero parece que aquello de los “niveles de lengua”, es tenido por un anacronismo.
Las luces rojas se prenden de golpe cuando “la sangre llega al río”. Las amarillas venían
advirtiendo, pero se suele no tenerlas en cuenta. La violencia empieza a ser tal cuando hay una vida que deja de ser, o muchas, cuando en los hechos se demuestra que no valía nada, ni nada vale la de quien la quitó, cuando aparecen explícitamente las armas, cuando en la mayor parte de los casos, es demasiado tarde. La violencia empieza mucho antes. Cuando la sociedad entroniza la competencia como valor supremo y el prójimo deja de ser alguien con quien se convive para ser alguien con quien
se compite o en el mejor de los casos se establece un suerte de acuerdo de mutua
conveniencia. Empieza cuando el dinero, en cualquiera de sus disfraces, se transforma en el ídolo al cual se le ofrece la vida a cambio de sus promesas y todos los medios resultan justificables. Lo que importa es el fin. Empieza cuando la indigencia deja de ser una preocupación de la sociedad y se vuelve el castigo por la ineficiencia de quienes no pensaron en positivo y dijeron “yo puedo.”
Sobre estas bases, una sociedad cultiva soterradamente la frustración que sale a la luz en actitudes de odio, de destrucción. Son muchas veces las expresiones de un dolor que necesita culpables a quienes devolverlo.
Puede que sea una broma de pésimo gusto, quisiera que fuera, así y todo, no deja de
preocuparme.

Publicado en Noticias 28 de marzo de 2025
Publicado en Noticias 28 de marzo de 2025