Con motivo de cumplirse el 6 de enero, 120 años de club Remeros, el más viejito del litoral, vamos a ofrecer una serie de notas alusivas.

Por Horacio R. Brum

Le debo la vida al Club Remeros. Si mi madre no hubiera conocido allí, en los años 50, a un muchachito con pretensiones de remero y tenista que trabajaba en El Telégrafo, yo no habría llegado al mundo y estos recuerdos pertenecerían a algún otro. Mi padre remó con los campeones que pusieron el nombre de Uruguay en las Olimpíadas, como Juan Antonio “El Chivo” Rodríguez y William “El Inglés” Jones, que fueron sus amigos para siempre, y representó al club en más de un campeonato de tenis. A diferencia de los amigos, no obtuvo muchas glorias, porque el entusiasmo por la raqueta o el remo era mayor que su aplicación al trabajo de entrenamiento; “todo empezado y nada terminado” le reprochaba mi madre, en broma y en serio, cuando la niebla suave de los años de matrimonio empezaba a difuminar la imagen de aquel jovencito que conducía una moto a lo James Dean -el actor ídolo de su generación que murió por su amor a la velocidad- y no era visto como un buen candidato por mi abuelo Leopoldo. Sin embargo, el entusiasmo y el optimismo fueron constantes en su vida, y parte de ellos los entregó al Remeros, así como por ellos se convirtió para mi abuelo en el yerno preferido. Cuando mis padres Rubén y Nenina se conocieron, el Club Remeros Paysandú era probablemente la principal institución social y deportiva de una ciudad puerto y polo industrial, en aquel Uruguay imaginado como la Suiza de América. La costa del río no sólo era el escenario del remo, la natación y la vela, sino también de espectáculos de jerarquía internacional, como los bailes con orquestas famosas que se realizaban en el Parador del Balneario Municipal. Fue en ese ambiente que el Remeros sacó a sus campeones de remo de categoría internacional, y más tarde lo haría en la natación, además de ser un centro donde, en bailes y festejos varios, todos compartían con todos, reflejo del país donde “naides es más que naides”.

A través de la natación tuve mi primer contacto regular con la vida del Club, como discípulo de Irene Sosa, otra de las grandes figuras que surgieron en la institución. No eran tiempos de piscina; a un lado de la rampa de los botes había dos balsas flotantes en el río, separadas por la distancia estándar de 25 metros. Allí se aprendía y se competía. Los niños de una generación que convivía con la naturaleza, en vez de verla en los documentales de Discovery Channel, se las ingeniaban para flotar y patalear sin miedo, aferrados a unas tablas y vigilados de cerca por Irene y otros instructores. Al igual que mi padre, mi entusiasmo fue más débil que mi dedicación: hasta hoy sólo puedo flotar, pero dicen que eso es lo más útil si uno naufraga en el mar, porque si no hay costa cerca, nadar no conduce a ninguna parte. En cuanto a disfrutar del río, el Club tuvo en aquellos tiempos una flotilla de chalanas para préstamo, con las que todos nos iniciábamos en el remo y en compañía de los mayores, emprendíamos la aventura de llegar a la isla Caridad.

El Remeros acompañó los cambios de suerte de Paysandú; la pérdida del esplendor industrial influyó en la disminución de socios y el deterioro de los servicios, aunque hubo logros importantes, como la construcción de la piscina, y la natación sustituyó al remo en el papel de formadora de campeones. En 1976, la comisión directiva, con el propósito de aprovechar el 75° aniversario para recuperar el papel tradicional del Remeros en la vida sanducera, convocó a los socios más antiguos para dar ideas y aportar trabajo. Asimismo, se estimuló a las nuevas generaciones a participar y donar tiempo para la concreción de varios proyectos. Además, se consiguieron aportes municipales y privados y de esa manera fue posible restaurar la cancha de tenis de la calle Colonia, donde ese deporte resucitó, bajo la guía de aquel peculiar entrenador que fue Roberto Pasarello. Allí aprendíamos, jugábamos y trabajábamos, porque los fines de semana ayudábamos en la mantención de la cancha e incluso practicamos algo de albañilería, cuando se construyó en el mismo predio un frontón de práctica. Los antiguos vecinos del barrio también hicieron aportes significativos, porque la familia Crossa autorizó que se usara un terreno baldío aledaño a su casa para construir otras tres canchas.

El momento culminante de este esfuerzo fue el gran baile del aniversario, en el verano de 1976. Entre todos restauramos y decoramos la sede; el astillero prestó una enorme ancla que, junto a una pala de remo de competencia, sirvió para construir un pequeño monumento conmemorativo de los 75 años, el cual mucho tiempo después fue destruido por alguna creciente. Una gruesa cadena de ancla bordeó la explanada de la entrada principal y un hojalatero habilidoso siguió mi diseño para fabricar dos fanales, que se colgaron a los lados de la puerta. La Intendencia se encargó de renovar la arena de la playa y hasta el Batallón, pese a los tiempos de dictadura, puso a disposición cinco soldados para hacer albañilería y pintura.

Por gestiones con varias casas comerciales, se consiguieron premios para sortear en el baile, cuyo ticket de entrada incluía cena y bebidas. Gran esfuerzo nos costó colgar del techo de la cancha de básquetbol una red para contener los cientos de globos, inflados en su mayor parte a pulmón, que al tirón de una cuerda, cayeron sobre la multitud divertida de socios y colaboradores. Una orquesta de cuyo nombre no puedo acordarme tocó hasta la madrugada y al día siguiente fueron muchos los que debieron superar la resaca para ayudar en la limpieza. La recaudación no llegó a nada extraordinario, pero un valor incalculable fue la recuperación del orgullo y la unidad de una masa de socios y simpatizantes, que dio al Remeros varios años más de vitalidad.

Un tiempo después me fui de Paysandú y luego del país. Sé que el Remeros ha tenido subidas y bajadas -tal vez más de estas últimas- pero cada vez que regreso a la ciudad voy a verlo, como quien va a visitar a un viejo pariente. A veces salgo de la visita con alegría, a veces con tristeza y siempre con nostalgia porque, al igual que miles de sanduceros, tengo depositados en ese Club que mira al río algunos de mis mejores recuerdos.

Foto: el primero de la izquierda es “Pecho” Brum.

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