Por Horacio R. Brum
La escena fue impresionante. Bajo una luz tenue, la figura solitaria de la reina Isabel II, con tapabocas y de luto riguroso, velaba a su esposo, totalmente separada de sus hijos y nietos, rodeada sólo por sus recuerdos. La majestuosa capilla de San Jorge, en el castillo de Windsor, no sirvió esta vez de escenario a la pompa y circunstancia usuales en las ceremonias de la monarquía británica, sino que albergó un ritual en el cual el dolor era contenido por la dignidad, y la magnitud del tributo fúnebre al príncipe Felipe de Edimburgo había quedado limitada por el sentido del deber y la responsabilidad de su viuda hacia todos los habitantes del país.
Felipe e Isabel estuvieron casados durante 73 años, y la pareja ha gozado siempre del cariño popular; razones demás para dar rienda suelta a los sentimientos y arriesgarse a doblar las reglas que imperan en Gran Bretaña y en todo el mundo para evitar los contagios del coronavirus. Sin embargo, la Reina que a los 21 años -todavía como heredera del Trono-, prometió que “toda mi vida, sea larga o corta estará consagrada al servicio de todos ustedes”, suspendió el ceremonial previsto y planificado mucho tiempo antes para el funeral de su consorte y pidió al pueblo que no le rindiera ningún tributo que provocara aglomeraciones. Los honores militares se redujeron al mínimo y en la capilla de San Jorge hubo sólo treinta personas; la Reina y su familia guardaron rigurosamente la distancia física, todos con tapabocas, y el coro que debía cantar los himnos religiosos se compuso sólo de cuatro personas, distanciadas lo suficiente entre ellas y de los asistentes. Por iniciativa propia, el Primer Ministro Boris Johnson no asistió, para que así hubiera un lugar más para la familia y se mantuviera el aforo. Después de menos de una hora, el cuerpo de Felipe, Duque de Edimburgo y consorte de la monarca que más tiempo ha reinado en el mundo durante los siglos XX y XXI, fue bajado a la cripta real.
Al otro lado del planeta y cinco meses antes, las exequias de un personaje muy diferente habían sido el ejemplo de la incapacidad de familiares y gobernantes para anteponer a sus propios sentimientos e intereses la lucha contra la crisis sanitaria más grave que el mundo ha sufrido en este siglo. El gobierno argentino no pudo privarse de la ambición de obtener réditos políticos con el funeral de Maradona y a la familia le interesó más darle un velorio de héroe nacional que proteger la salud de los millones de compatriotas que creyeron y creen en el mito del “Diego de todos”. El circo maradoniano que se desató en la Casa Rosada bien puede ser parte de la explicación del desastre en que está sumida Argentina por los contagios del coronavirus. No es muy probable que se haga un estudio científico sistemático de lo que ocurrió con la expansión de la pandemia a partir de ese momento y si alguien se atreve a hacerlo, seguramente será criticado por ir contra los sentimientos “del pueblo” o se lo acusará de estar coludido con la oposición para atacar al gobierno de los dos Fernández.
En nuestras culturas hay una cierta pasión popular por arremolinarse en torno a los ataúdes y la muerte de un personaje público con frecuencia no se libra de la explotación política. “Todos son buenos después de muertos”, es un dicho un poco cínico pero que refleja una realidad. Los políticos suelen ir a rendir honores al cadáver del “noble adversario” -aunque, cuando éste estaba vivo, lo apuñalaban en discursos y escritos-, y el público en general gusta del espectáculo de un buen velorio público. El periodismo habla de “escenas de profundo dolor popular” y la televisión muestra a señoras y señores lagrimeando, pero deja cuidadosamente fuera de cuadro a los que pasan frente al ataúd como si pasearan por la plaza. Cuando velaron a Carlos Menem en el Congreso argentino se formaron filas larguísimas de supuestos dolientes, pese a que, para una gran cantidad de sus conciudadanos, el ex presidente fue un símbolo de la corrupción en el gobierno y el responsable del inicio de un enorme desastre económico. Entrevistada por los ubicuos noteros de la TV, una señora peruana que estaba en la cola declaró: “Yo vine porque me dijeron que había sido un gran presidente”…
El 18 de marzo, el Parlamento uruguayo aprobó extender por 120 días la prohibición de aglomeraciones, dentro de las medidas para limitar los contagios del coronavirus. Bajo esa restricción de la libertad de reunión, la policía tiene facultades para dispersar a los ciudadanos que se junten por cualquier motivo y a veces lo ha hecho con violencia. El 25 de mayo, Uruguay cumplió veinte días en el primer puesto mundial de muertes por millón a causa de la Covid-19; dos días antes, en el Palacio Legislativo se produjo una aglomeración sin precedentes, para rendir honores al fallecido ministro del Interior Jorge Larrañaga. También hubo una concentración de personas por el mismo motivo frente a la sede del partido Nacional, con el agravante de que allí estuvo un portador del virus, que rompió a sabiendas la cuarentena: el arzobispo de Montevideo. Los amontonamientos, presididos por el jefe del poder Ejecutivo Luis Alberto Lacalle Pou, se reprodujeron en Paysandú para el entierro de Larrañaga. La policía también rindió todo tipo de honores al ministro difunto y hubo “orden de no aflojar”, pero no de hacer cumplir la ley y proteger la salud de miles de uruguayos. Quienes debían dar el ejemplo no lo dieron. Uruguay, cuyos dirigentes a veces gustan de diferenciarse de la clase política que preside el caos sanitario al otro lado del Río de la Plata, quedó más cerca de la Argentina maradoniana que de la Gran Bretaña digna y responsable mostrada en el dolor de la reina Isabel II. “Lo que hicimos fue aglomerarnos”, dijo a los medios el presidente de la Cámara de Diputados, el frenteamplista Alfredo Fratti, en una vacía disculpa.
Para justificar el aumento de los contagios, recientemente se ha hablado del “efecto Día de la Madre”. Cabe preguntarse si alguien se atreverá a hablar del “efecto Larrañaga” y cómo se le podrán exigir a la ciudadanía de aquí en adelante las medidas de cuidado.
FOTO – Un funeral con responsabilidad, para un Príncipe.
Crédito: Archivo The Australian