CRÓNICAS AFRICANAS
de Salomón Reyes
Amanecía en la desembocadura del río Congo, una gorda lengua de agua que después de barrer el corazón de África, vacía sus aguas barrosas en el Atlántico. La bruma madrugadora que sólo dejaba ver la copa de los arboles altos, hacia esfuerzo por disiparse. En medio de aquella costa difícil de imaginar si no se tiene un mapa a la mano, se adivinaban las sombras de unas 200 embarcaciones que estaban listas para realizar un viaje inédito. Con una tripulación que superaba los mil marinos y y provisiones para varias semanas, la flota se aprontaba para enfrentarse al Océano Atlántico. Tenían la misión de descubrir una tierra de la que habían escuchado hablar pero no tenían certeza de su existencia, América. La hipótesis de aquellos navegantes negros no era tan descabellada porque si podían mantener la línea recta durante unos 5,200 kilómetros, se iban a dar de frente, con la costa brasilera. En específico, con lo que hoy conocemos como Recife.
No estaba claro cuanto podría llevarles el viaje pero estaban listos para resistir unos 3 o 4 meses de su calendario. Sobre la costa primaba un ambiente festivo aderezado con un incesante tronar de tambores y cantos. Aquella algarabía propia de los grandes sucesos se detuvo cuando el rey Abubákar II bajó de su silla volante y se animó a pisar descalzo la todavía, arena mojada. Haciendo algunos movimientos mágicos en donde pronunció breves palabras en lengua hausa, elevó el brazo para indicar que las naves podían zarpar. Con lentitud los barcos se alejaron de la costa en medio de la espuma marina que por momentos, parecía regresarlos de nuevo a la orilla de la que habían partido y que quizá, hubiera sido mejor. Después de algunas horas por fin desaparecieron del horizonte. Abubákar II se dio por satisfecho y ordenó a su corte, con una sonrisa dibujada en la boca de superioridad, volver a Hamsa, la capital de su imperio que distaba a unos 250 kilómetros tierra adentro.
A las semanas de aquel suceso, un náufrago a la deriva, sujeto a duras penas de unos palos fue avistado en otra costa, no muy lejos de ahí. Los rivereños lanzaron sus barcas Dogon al agua para ir al encuentro de aquel amasijo flotante de tablas, que alguna vez fue barco. De aquella festejada expedición sólo un hombre volvió y después de recuperar el físico y sosegar la cabeza, compareció ante Abubákar II para narrar lo acontecido.
“Fue un espanto. Después de un largo recorrido nos encontramos con una corriente tan violenta y destructiva, que engulló en pocos minutos, a todas las embarcaciones. Usted rey se debe preguntar cómo me salvé. No lo sé, cuando recuperé mi conciencia, flotaba en medio del mar sobre unas maderas, lo único que quedó de mi barco.”
Abubákar II escuchó el dramático relato y guardo silencio. Algo había salido mal y debía averiguarlo. Además él no era un señor derrotista, estaba convencido que el mar no era infinito, que más allá de la línea divisoria entre cielo y mar, existía una tierra promisoria y estaba dispuesto a encontrarla. Así que unos años después, multiplicó su apuesta y preparó una flota de 2,000 barcos, sí 2,000 barcos para encarar de nuevo al esquivo Atlántico. Esta vez las cosas no podían salir mal porque él mismo sería el capitán de toda la flota. Ver partir aquellas naves con más de 12.000 hombres debió ser un espectáculo asombroso. Sin embargo el destino no estuvo a la altura de la pasión de aquel rey aventurero que con su inmensa flota a los pocos días se perdió para siempre en el vasto mar.
La escena que acaban de leer tuvo lugar entre los año 1303 y 1312 dC y podría ser la primer expedición transcontinental realizada por africanos.
Abubákar II fue uno de los grandes reyes africanos que heredó el trono del Reino de Mali debido a que era sobrino del gran Sundiata, el héroe y forjador del imperio que dominó el Africa Sudánica entre los siglos XII y el XVI. Su idea de que el mar tenía límites lo hizo tristemente famoso al punto de dar su vida por aquella ‘fantasía’.
Abubákar II y sus súbditos no estaban listos para enfrentar la empresa que pretendían porque desconocían las técnicas elementales de navegación que les hubiera deparado otra suerte. No manejaban la técnica del timón, no sabían nada de la brújula –que ya había sido inventada por los chinos–no tenían experiencia en desembarques y su técnica de velas era deficiente. Por otro lado, no pensemos que aquellas embarcaciones se parecían a las grandes naves de los europeos o los árabes que circulaban en el Mediterráneo o las turcas y chinas que eran frecuentes en el Océano Índico. Eran más bien barcazas medianas con forma achatada y poca estabilidad. Su experiencia de navegación venía de los ríos caudalosos del bosque húmedo pero el mar era otra cosa. Sus serias deficiencias como marinos pudo ser uno de las factores que a la larga, facilitaría su colonización siglos más tarde.
Cuando en 1482 aparecieron las carabelas portuguesas cargadas de malos presagios, los africanos (kongoleños) no estaban preparados para descifrar lo que eso iba a representar. Estaba por comenzar la cruel trata de esclavos en América. Un continente al que Portugal llegara, debido a un despiste, en el año de 1500 pero que pudo ser descubierta dos siglos antes por los arriesgados marinos de Abubákar II. Por otro lado, el rey portugués João II se apresuró a prohibir dos cosas a su súbditos del reino de Kongo: el comercio con otras naciones extranjeras y el desarrollo de la navegación en alta mar, sellando con ello para los africanos, el peor de los destinos.