Escribe Germán Deagosto
El auge de China, o, mejor dicho, la reedición del auge de China, representa uno de los desarrollos más notables cuando abrimos la ventana hacia los últimos dos siglos. También la Revolución Industrial, que le sacó brillo al Imperio británico, y el posterior ascenso de Estados Unidos, que lo volvió a opacar. Sin embargo, por alcance y dimensión –cantidad de población afectada e intensidad del proceso–, el fenómeno chino merece especial distinción. Responsable de la mayor parte de la reducción de la pobreza global, operó como fuerza igualadora y fue el motor del crecimiento mundial cuando a Occidente se le quemó una turbina, allá por 2008.
Con cuatro décadas de crecimiento superior a 9% anual y una buena dosis de flexibilidad ideológica –y de otras cosas menos halagadoras, pero igualmente necesarias–, China disputa actualmente el liderazgo hegemónico del mundo. Determinar si ya lo alcanzó o no es tan complejo como arbitrario, y no hace al corazón central del asunto. Al menos no al corazón de estas líneas, que tienen por objeto, de atrevidas nomás, arañar superficialmente algunos de los hitos que han traído al país hasta acá.
Pero lo que estas líneas tienen de superficial no lo tienen de antojadizas; son líneas de reconocimiento a los 100 años del Partido Comunista chino. No un reconocimiento por bueno o por malo, apenas un reconocimiento aséptico de un observador curioso que, si bien no llega a informante calificado, tiene alguna que otra página que rellenar –en el sentido más noble del relleno–. Es que si, como reza la fábula hindú, se necesitaron seis ciegos para palpar y describir un elefante, ¿cuántos ciegos se necesitan para palpar y describir el fenómeno chino y la longevidad de su Partido Comunista? Y si los ciegos son occidentales, ¿cuántos más?
Como caso paradigmático de país tercermundista, la posición de China hace 100 años se caracterizaba, según Branko Milanović, por el “subdesarrollo en comparación a Occidente, las relaciones de producción feudales o cuasi feudales y la dominación extranjera. Esta última era muy impopular, pero llevó a esas sociedades a ser conscientes de su subdesarrollo y debilidad. Si no hubieran sido conquistadas y controladas con tanta facilidad, no se habrían dado cuenta de cuán atrasadas estaban”.
Por este motivo, cualquier movimiento social en ese contexto enfrentaba un desafío doble. Primero, transformar la economía doméstica, alterando las “relaciones de producción predominantes”. Segundo, liberarse de la “dominación extranjera”. Esas “dos revoluciones”, una social y otra política, convergieron en una. Y esa única revolución sólo podía ser encarada por los “partidos comunistas y otros partidos de izquierda y nacionalistas”.1
“Hoy sobre el pueblo chino pesan también dos grandes montañas, una se llama imperialismo y la otra, feudalismo. El Partido Comunista de China hace tiempo que decidió eliminarlas”, dijo una vez Mao Zedong. Y eso hizo, buscando dejar atrás el “siglo de humillación” que se extendió entre 1849 y 1949. “Cuando el Partido Comunista celebre su centenario [2021] será una sociedad modestamente acomodada, y cuando la República tenga 100 años [2049] seremos un país próspero, fuerte, democrático, civilizado y armonioso. […] Ese es el mayor de los sueños de la nación china”, dijo una vez Xi Jinping.
¿Comunista? Hasta que rinda
Sí, el que cumple años es el Partido Comunista chino. Eso es inobjetable. Lo que no es inobjetable es si el cumpleaños lo encuentra vestido con ropaje ajeno. ¿China es comunista? ¿Es capitalista? ¿Qué es? Sin pretender zanjar una discusión interesante, que además por interesante no debería ser zanjada, existen argumentos convincentes para afirmar que es capitalista a su manera.
¿Por qué capitalista? Porque desde las reformas introducidas por Deng Xiaoping a finales de los años 70, la mayor parte de la producción se realiza con medios de producción de propiedad privada, la mayoría de los trabajadores son asalariados, y las decisiones sobre producción y precios se toman principalmente de forma descentralizada.
¿Por qué a su manera? Porque el sistema tiene algunas características que lo hacen distinto respecto del tipo de capitalismo con el que estamos familiarizados en este costado del mundo. Pero, de nuevo, no es una discusión zanjada y etiquetas puede haber muchas y en función de múltiples criterios. En lo personal, me gusta la de capitalismo político de Milanović, pero siempre estoy abierto a sugerencias. Esto es, un sistema caracterizado por contar con una burocracia técnica eficiente orientada a maximizar el crecimiento, por la aplicación arbitraria de la ley, y por un Estado autónomo que actúa con determinación sin demasiados impedimentos. En breve, un capitalismo que pone al sector privado en una “jaula bien espaciosa” –no se ahoga ni se escapa–.
Como esto ya fue objeto de análisis (ver el artículo “Un cuento serbio: China y el futuro del capitalismo”),2 no me extenderé más que para señalar que este sistema alberga, en sus entrañas, dos contradicciones que pueden comérselo desde adentro. Por un lado, la convivencia de una élite tecnócrata seleccionada con base en el mérito que debe cumplir su trabajo en un marco de normas difusas no siempre racionales. Por el otro, la “corrupción endémica” propia de un sistema que hace uso discrecional del poder y en que el imperio de la ley rige con intermitencia. Esa corrupción, que siempre va a existir, nunca puede pasarse de la raya porque socavaría la legitimidad del sistema.
De hecho, esta es una de las razones que esgrimió la revista The Economist para explicar la longevidad del partido en su edición especial por sus 100 años. A saber, sobrevivió durante un siglo por ser “implacable” e “ideológicamente ágil”, pero también por evitar convertirse en una “cleptocracia donde la riqueza es absorbida sólo por quienes están bien conectados”.3 Ojo, según datos de Bloomberg, China tenía a finales de 2019 5,8 millones de millonarios y 21.100 residentes con una riqueza superior a los 50 millones de dólares, más que cualquier otro país, excepto Estados Unidos.4 ¿Corrupción? La justa.
Los de afuera son de palo
Para muchos, el control y los rasgos distintivos de esta versión oriental del capitalismo son incompatibles con las libertades requeridas en una economía moderna. Para muchos, la nueva clase media, que emergió del recorrido transitado durante las últimas décadas, llegó con nuevas demandas y aspiraciones que difícilmente puedan ser satisfechas bajo la configuración actual. Para muchos, la apertura derivada de las reformas, y las nuevas formas de comunicación con el mundo, visibilizaron alternativas más atractivas para vivir la vida –atractivo no es sinónimo de mejor–. Para muchos, el país va a quedar atrapado en la trampa de los ingresos medios. Para muchos, la capacidad de seguir empujando las fronteras razonables de la expansión económica (¡9,4% anual durante 40 años!) no será suficiente para continuar administrando sus contradicciones inherentes.
Pero hay un sujeto omitido en todos estos “para muchos”, el sujeto occidental. Para muchos occidentales –en mayúscula– que, como estas líneas, pueden pecar de atrevidos, el sistema impulsado por el Partido Comunista chino tendría que haber visto frustradas sus aspiraciones de llegar a la cima del mundo. O, en todo caso, las verá frustradas en algún momento. ¿Por qué China sí y la Unión Soviética no? Las discusiones interesantes nunca deberían ser zanjadas; siempre habrá otro asado.
¡Al 2049 y más allá!
Por ahora, y pese a que todas las razones anteriores son atendibles, Occidente lo mira por televisión. Con más de una década gambeteando crisis complicadas, y con algunos añitos de ventaja otorgados por obra y gracia de un presidente anaranjado, no es de extrañar el reciente impulso que ha tenido el gigante oriental para tomar la delantera. Esto también ha sido objeto de análisis previo, por lo que no vale la pena extenderse demasiado.
Igualmente, para no dejar semejante afirmación flotando en el aire, volvería a destacar el avance del yuan como moneda de reserva global –especialmente su avance en el universo digital al lomo de sus gigantes tecnológicos–, la firma del acuerdo más grande del mundo en el polo más dinámico de todos, y su rol en la estrategia de desarrollo africana a través de la nueva ruta de la seda y la creación de instituciones financieras internacionales –en espejo con lo que hizo Estados Unidos con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial–. También, ¿por qué no?, la geopolítica de las vacunas. Hasta acá, el avance hacia afuera: una combinación de méritos propios con errores no forzados por parte del otro equipo. ¿Pero qué pasa hacia adentro?
Según un estudio de la Universidad de Harvard, que realizó un seguimiento de la opinión pública china entre 2003 y 2016, la satisfacción con el gobierno “aumentó virtualmente en todos los ámbitos” producto de cambios reales en el bienestar material.5 Ajustado por paridad de poder de compra, el PIB per cápita de China pasó de 307 dólares internacionales a 17.1926 entre 1980 y 2020. De los 7.800 millones de personas que habitan en el mundo, 4.400 millones lo hacen en países con un ingreso medio inferior al de China.
De esta manera, si bien “resultaría imposible encontrar una [dimensión] en la que no haya aumentado la desigualdad hasta un nivel más alto que el anterior a las reformas”,7 el progreso quedó lo suficiente desparramado como para mejorar el estándar de vida general y mantener en equilibrio un sistema que por naturaleza es inestable –dadas las contradicciones que se desprenden de sus características–.
Por su parte, la cuota de orgullo nacional también podría tener que ver. La posibilidad de rebalancear el mundo y atraer nuevamente el eje gravitacional del planeta hacia Asia es un combustible potente, especialmente bajo la sombra de “humillación” que oscureció un siglo entero (ver mapa). Como dijo Xi Jinping, engalanado con su atuendo maoísta de feliz cumpleaños, “los chinos somos un pueblo que defiende la justicia y no nos sentimos intimidados por las amenazas de la fuerza. Como nación, tenemos un fuerte sentido de orgullo y confianza”.
Incluso el control de la pandemia, al margen de la estrategia, puede haber ofrecido un motivo para valorar la efectividad de un sistema que entregó respuesta rápida a un problema enorme; pobres occidentales, que andan jodiendo con eso de la libertad responsable individual.
¿Qué podría salir mal?
¿Quién sabe? En esta escalada de atrevimiento, no podemos más que conjeturar con algunos elementos. Y como conjeturar es gratis, y ya estamos en el baile, tomémonos algunas libertades más para abrir la discusión sobre algunos desafíos relevantes.
Primero, el envejecimiento asociado a la caída de la tasa de natalidad y al aumento de la esperanza de vida. Respecto de lo primero, no son tantos los experimentos sociales que pueden ser comparables con la política de un solo hijo que estuvo vigente entre 1979 y 2016. Su impacto, junto con el de otros procesos asociados al desarrollo, llevó el promedio de hijos a por debajo de la media mundial: 1,3 hijos en China versus 2,4 a nivel global. Pese a que ese límite aumentó, y seguirá aumentando, otros factores –como las preferencias familiares, las prioridades o el fuerte aumento de los precios inmobiliarios– podrían restringir su efectividad.
En relación a lo segundo, la esperanza de vida también aumentó aceleradamente durante las últimas cuatro décadas. Al día de hoy, la esperanza de vida en China le come los talones a la esperanza de vida en los países ricos: 77 años en China versus 79 en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Esto determinó un cambio significativo de la pirámide demográfica, que ahora está densamente poblada en su zona media. Esto desafía el potencial de crecimiento –se achica la población en edad de trabajar– y también al sistema previsional –la edad de jubilación promedio es 54 años, de las más bajas en el mundo–.
Segundo, la capacidad de promover más desarrollo que crecimiento. Desde hace años las autoridades han tenido por objetivo alterar la morfología del crecimiento, cambiando el pilar de la inversión –que dejó “ciudades fantasmas”– y las exportaciones –que se apoyaron en una mano de obra en extremo barata– por el pilar del consumo doméstico –que está en línea con las mejoras del estándar de vida–.
Por ahora, el peso que tiene el consumo en relación al PIB, 40% aproximadamente, sigue siendo comparativamente bajo en relación a países más desarrollados –en Estados Unidos es 70%–. Además, pese a la fuerte mejora del ingreso, China sigue siendo un país relativamente pobre: su ingreso medio es la tercera parte del ingreso medio estadounidense (gráfico).8 Corregir eso requiere poner el foco más en la calidad que en la cantidad de crecimiento.
Tercero, hay quienes hablan de un viraje autoritario por parte de Xi Jinping. Y no están cortos de fundamentos, en particular luego de que eliminara los límites del mandato impuestos hace 40 años. Las reformas políticas introducidas por Deng Xiaoping fueron tan importantes como sus reformas económicas. Fue él quien estableció los límites del mandato y promovió un “liderazgo colectivo” para control y balance. Y tuvo buenas razones para hacerlo. Durante la Revolución Cultural (1966-1976) fue despojado de su alto cargo y acusado de capitalista. Una acusación que resultó en una tragedia familiar, cuando los guardias rojos tiraron a su hijo por la ventana de un cuarto piso. Sobradas razones para corregir vicios y prácticas del pasado tenía el viejo Deng.
De alguna manera, todos estos desafíos pueden sintetizarse desde la genética misma del sistema: continuar administrando la inestabilidad intrínseca al tipo de capitalismo que hizo posible el “milagro” chino de los últimos 40 años.
- Milanović (2019). Capitalism, Alone.
- https://ladiaria.com.uy/economia/articulo/2021/1/un-cuento-serbio-china-y-el-futuro-del-capitalismo/
- The Economist. China’s Communist Party at 100: the secret of its longevity
- Bloomberg. China’s Communists Face Daunting Future as Party Marks 100 Years.
- Bloomberg.
- World Economic Outlook. FMI (abril de 2021).
- Milanović (2019).
- Financial Times. Chaos vs control: China’s communists and a century of revolution.