Por Horacio R. Brum

550 kilómetros al sur de Santiago de Chile, comienza la región de la Araucanía, una zona que antiguamente estuvo cubierta por bosques tan densos, que durante varios siglos demoraron el avance de los conquistadores españoles y contribuyeron a crear uno de los mitos nacionales: la invencibilidad de los nativos araucanos, hoy reconocidos como el pueblo originario mapuche. Esos bosques que fueron la muralla de los mapuches comenzaron a ser arrasados cuando, a fines del siglo XIX, las lanzas indígenas poco pudieron contra el ferrocarril, los fusiles de largo alcance y los cañones que el gobierno chileno empleó en lo que la historia oficial denomina “la pacificación de la Araucanía”, una segunda guerra de conquista. Abatidos por el racismo y la destrucción cultural, los mapuches comenzaron en el siglo XX un proceso de reconstrucción de su identidad, cuyo mayor símbolo actual es Elisa Loncón, la presidenta de la Convención Constitucional que tiene el objetivo de eliminar la Constitución impuesta por la dictadura de Pinochet, base del modelo económico que creó un país profundamente inequitativo y desigual. No obstante, la mayoría de los habitantes de la Araucanía soporta el peso la historia y también del modelo económico, que los gobiernos democráticos han administrado sin cambios de fondo durante tres décadas. La región es la más pobre del país; como lo indican los datos de la encuesta oficial de caracterización socioeconómica que se publicó recientemente, el porcentaje de pobres es casi ocho puntos más altos que el promedio nacional y menos del 5% de los hogares puede considerarse de altos ingresos. Sin embargo, desde aquí sale una producción que es parte del tercer rubro de las exportaciones nacionales: la de la industria forestal. En el primer trimestre de 2021, las exportaciones de la Araucanía crecieron 21% hasta llegar a los US$ 284 millones, un tercio de esta suma en celulosa y otros derivados de la madera.

Poco queda actualmente de los bosques ricos en biodiversidad que ampararon durante varios siglos a los mapuches. Al igual que en la vecina región de Bíobío, es posible recorrer kilómetros y kilómetros del campo sin ver otra cosa que plantaciones forestales de eucaliptus o pino radiata. Las comunidades indígenas son islas en ese mar verde y abundan las quejas de los campesinos que sostienen que los bosques artificiales están agotando las napas de agua. Por otra parte, las empresas forestales no son grandes empleadoras; Forestal Arauco, por ejemplo (que en Uruguay opera Montes del Plata), tiene alrededor de 1000 personas en su planta permanente para todo el Chile, donde posee más de un millón de hectáreas. La misma empresa emplea doce veces más personal tercerizado, cuyos subcontratistas pagan salarios muy lejanos de los del personal de planta y garantizan menos beneficios sociales. Además, según un estudio hecho por la propia industria, los profesionales técnicos y universitarios son una minoría en todas las empresas y el grueso de los trabajadores lo forman personas con estudios incompletos, ya sea en primaria o secundaria.

En las regiones forestales chilenas, y particularmente en la Araucanía, la poca mano de obra que necesitan las plantaciones ha contribuido al despoblamiento de los campos, al extremo de que aproximadamente el 60% de los mapuches reside en las ciudades, pese a que su cultura tiene raíces profundamente campesinas. La propiedad de la tierra ha dado origen a un conflicto que se está intensificando desde hace por lo menos dos décadas, debido a que hay grupos radicales indígenas que intentan recuperar el territorio perdido desde la Conquista e identifican a las compañías forestales como las principales usurpadoras. La quema de maquinarias, la ocupación de los terrenos de las empresas y los ataques de tipo terrorista al personal son ocurrencias de todos los días. Más allá de los temas legales y de seguridad, lo cierto es que las forestales han adquirido un carácter latifundista superior a lo que ningún particular tuvo en la historia contemporánea de Chile. Según un anuncio de la misma empresa, Arauco se convirtió recientemente en la mayor propietaria de bosques de América Latina, con 1.670.000 hectáreas repartidas entre Chile, Argentina, Brasil y Uruguay y es dueña de por lo menos un tercio de las plantaciones chilenas, las cuales en total superan los tres millones de hectáreas.

Aparte del conflicto mapuche y la discusión sobre la calidad de los empleos que proveen, las forestales chilenas están permanentemente bajo la mirada de las organizaciones ambientalistas, tanto por las plantaciones como por las fábricas de celulosa y tal vez es este clima negativo el que las ha llevado a expandirse hacia el extranjero. Durante los años de gloria del modelo económico impuesto por la dictadura de Augusto Pinochet y mantenido en democracia, estas compañías adquirieron muchas habilidades para moverse en los círculos políticos, conseguir leyes a su medida y derrotar cualquier proyecto parlamentario para poner límites a sus actividades, todo lo cual les da un gran poder de convicción ante aquellos gobiernos que se obsesionan por atraer inversiones extranjeras. Un estudio de caso hecho en la Universidad de Chile (mgpa.forestaluchile.cl/Tesis/Lucas%20Geraldine.pdf) es muy ilustrativo respecto de la estrategia político-social empleada por las empresas.

A la luz de lo que sucede en ese país, la oposición de Cabildo Abierto a los intentos del gobierno de Lacalle Pou de desbaratar el proyecto de ley para poner coto a las actividades de las forestales se basa en buenas razones, pese a las muchas discrepancias ideológicas que se pueda tener con el socio de la coalición gobernante que encabeza la controvertida figura de Guido Manini Ríos. También conviene recordar que todavía quedan en Uruguay admiradores del hoy deteriorado modelo chileno: “Estuve en el país del futuro”, dijo el padre del Presidente cuando, como Primer Mandatario, realizó su visita de Estado al otro lado de los Andes.

FOTO: Plantaciones forestales en el sur de Chile.

Archivo HB

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