Por Horacio R. Brum
El 26 de enero de 2017 el pueblo de Santa Olga, 350 kilómetros al sur de Santiago, desapareció del mapa de Chile. Más de mil casas, el liceo, la iglesia, el destacamento de bomberos y otros edificios públicos, que albergaban o servían a casi seis mil personas fueron arrasados por lo que hoy los vecinos recuerdan como “la tormenta de fuego”. La reconstrucción, que todavía tiene detalles pendientes, ha costado al Estado más de 43.000.000 de dólares y también aportaron fondos las empresas forestales, porque Santa Olga es hijo de esa industria: surgió en la década de 1960 como un asentamiento irregular de los trabajadores de Arauco (la misma que tiene grandes inversiones en Uruguay), para estar más cerca de las plantaciones. Ese origen fue su condena, al quedar encerrado por las masas de árboles que llegaban hasta los fondos de las casas, sin que hubiera cortafuegos u otros espacios libres para proteger las viviendas.
El verano de 2017 fue catastrófico para Chile. Los incendios destruyeron casi medio millón de hectáreas de bosques en tres regiones del centro-sur; el fuego avanzaba con una velocidad estimada de 8,2 hectáreas por hora y el 24 de enero llegó a Santa Olga. Dos días más tarde, la zona parecía un pueblo del Medio Oriente asolado por la guerra civil y los bombardeos. Los vecinos habían tenido que escapar con lo puesto y pocas pertenencias más, porque no fue posible controlar el fuego que llegó desde las plantaciones forestales.
Según la Corporación Nacional Forestal, el ente autónomo que, entre otras funciones, debe organizar el combate de los incendios de campos y bosques, el desastre de 2017 se produjo principalmente como consecuencia del cambio climático, que elevó las temperaturas a niveles récord. Sin embargo, muchos especialistas científicos y universitarios, así como algunas investigaciones periodísticas, subrayan el papel de los bosques artificiales. Estos crean grandes extensiones de paisaje homogéneo y conservan menos la humedad del suelo que el bosque nativo. Sin tener grandes conocimientos académicos, quien camine por una plantación, donde las principales especies son el eucalipto globulus y el pino radiata, puede observar que los descortezamientos naturales de los eucaliptos y sus hojas caídas, así como las hojas en forma de agujas de los pinos, forman una masa de gran sequedad, sin rastros de otra vida vegetal. En el bosque nativo, en cambio, la humedad es una constante y el follaje da protección a numerosas otras plantas. Según los biólogos chilenos del Departamento de Ciencias Forestales de la Universidad de la Frontera, el mosaico del bosque nativo, que con su humedad y dispersión retardaba el fuego, ha sido sustituido por cientos de miles de hectáreas con monocultivos, para formar un continuo, donde una vez que comienza el incendio no hay una barrera natural para pararlo. Si se considera el caso de Uruguay, si bien el bosque nativo no es tan abundante como en Chile, las grandes plantaciones han venido a dificultar el control de los incendios de campos, ya que es mucho más difícil construir un cortafuego de emergencia en medio del bosque artificial que en una extensión de pastizales.
La sequedad superficial del suelo no es el único problema hídrico que crean las plantaciones. Varios estudios hechos en la Universidad de Chile demostraron que las especies exóticas utilizadas, como el eucalipto o el pino, consumen más agua que los bosques nativos, los matorrales y los pastizales. Durante la recopilación de imágenes para un documental sobre temas ambientales hecha por quien esto escribe, varios campesinos indígenas del sur chileno coincidieron en una frase: “Las forestales se chupan el agua”. Ese es el diagnóstico de la experiencia directa de quienes viven en la tierra, que confirma los estudios académicos que hablan del efecto negativo de las plantaciones de pino y eucalipto sobre el balance hídrico, en comparación con los pastizales y los matorrales.
Actualmente, en los alrededores de la Santa Olga reconstruida solo hay campos resecos, que no ofrecen posibilidad alguna para las actividades agropecuarias. “Las plantaciones se quemaron y con ello se fue nuestra fuente de trabajo”, dijo una vecina a los periodistas que hace unos días llegaron hasta el pueblo para preparar reportajes sobre los cuatro años del desastre. Las casas son nuevas, hay mejor infraestructura que antes, pero para encontrar trabajo los santaolguinos tienen que ir a otras partes o a la cercana capital provincial de Constitución, por lo cual el alcalde teme que Santa Olga se vuelva un “pueblo dormitorio”.
Los defensores de las centrales nucleares dicen que estas plantas son beneficiosas para el medio ambiente, porque pueden generar grandes cantidades de energía eléctrica sin echar al aire los gases contaminantes que contribuyen al efecto invernadero que está alterando seriamente el clima del planeta. Lo que no dicen es que un desastre en una central nuclear puede tener efectos ambientales terribles, que durarán muchos años o siglos. Aprovechando el debate sobre cómo reducir los efectos del cambio climático, las empresas forestales -como las que en Chile agrupa la Corporación de la Madera, por ejemplo-, hablan del papel supuestamente importante que cumplen las plantaciones en reducir el CO2 o bióxido de carbono, uno de los principales gases contaminantes. Al igual que los defensores de las centrales nucleares, no dicen que, como el cambio climático ya está con nosotros, las plantaciones pueden ser focos de incendios desastrosos, con efectos sociales y ambientales de gran magnitud: verdaderas centrales nucleares verdes.
En nuestros países, los gobiernos orientados hacia la derecha económica, e incluso algunos progresistas, creen que las inversiones extranjeras abren las puertas al desarrollo. El problema es que esas inversiones en su mayoría están orientadas a la producción de materias primas, lo cual no contribuye a modernizar significativamente las economías locales, y con frecuencia se hacen porque ya no están dadas las condiciones para realizar una determinada actividad en el país de origen. La minería, la extracción de petróleo o la industria forestal podrían denominarse “inversiones de riesgo ambiental”, por su potencial para causar perjuicios en las regiones donde llegan. En el caso específico de las forestales y Uruguay, no hay que cometer la ingenuidad de creer que los inversionistas extranjeros llegan sólo por la estabilidad de las instituciones y la economía nacional. Desde Finlandia, probablemente vienen porque una estricta legislación ambiental, además de una adecuada planificación territorial hacen difíciles la instalación de megaplantas de celulosa y la plantación de cientos de miles de hectáreas de bosques artificiales. En Chile, casi no hay una empresa forestal que no haya tenido conflictos ambientales que terminaron en la justicia; el caso más sonado fue el de una planta de la empresa Arauco, que en 2004 contaminó un santuario de la naturaleza, donde murieron miles de cisnes de cuello negro. Trece años más tarde, en un juicio alargado por las negativas de la empresa a aceptar responsabilidades, la justicia le impuso una multa de 11 millones de dólares y la obligación de colaborar para reparar el daño en terreno. No obstante, en 2019 la misma planta hizo otro vertido de contaminantes al río que alimenta el humedal del santuario, lo que afectó a una gran población de peces. Por primera vez en estos casos, fueron procesadas directamente las personas responsables, cinco jefes de la planta, y se multó a Arauco con 6.200.000 dólares.
Por otra parte, son los extraordinarios beneficios y privilegios tributarios que se han concedido a las empresas extranjeras los que hacen “atractivo” a Uruguay. En Chile estuvo en vigencia durante 46 años el decreto 701 de la dictadura, que bonificó las plantaciones en hasta 75% y facilitó el reemplazo por ellas del bosque nativo. Michelle Bachelet lo prorrogó en 2014, pero dos años más tarde, por la presión política y de la opinión pública tuvo que dejar fuera del sistema a Arauco y CMPC, los gigantes de la industria forestal y de la celulosa, que se han convertido en multinacionales. Lo que ha concedido nuestro país a las compañías chilenas y finlandesas no tiene equivalente alguno en sus lugares de origen, incluida la construcción de un ferrocarril que reproduce el imperialismo ferroviario de otros tiempos, al servir de medio de transporte de la materia prima para enviarla a ultramar.
Las forestales chilenas tienen la necesidad de salir al extranjero por otro problema local: en las zonas del país que son el centro de su actividad existe desde hace varios años una corriente de terrorismo indigenista, que pretende recrear el Wallmapu, un mítico estado mapuche extendido también a Argentina. El blanco principal de los grupos violentistas son las instalaciones, las plantaciones y los trabajadores de las empresas a las que, con algo de razón, dada la larga historia de despojo sufrida por los indígenas chilenos, acusan de usurpar las tierras de los pueblos originarios. La Constitución que se está elaborando en la actualidad, para terminar con la Carta Magna impuesta por la dictadura de Pinochet, podría cambiar radicalmente el panorama de la propiedad de las tierras originalmente indígenas, en otra amenaza para el negocio forestal.
El Intendente de Paysandú admitió que “no estábamos preparados” para el desastre de la zona de Algorta y Piedras Coloradas. Cuando comenzaron a llegar las forestales al país, nadie en los gobiernos se preguntó, frente a las promesas de miles de empleos y tanta bonanza, si Uruguay estaba preparado para enfrentar los costos ocultos de su actividad, sea en términos ambientales o sociales. Todavía ahora y con una parte de esos costos a la vista, el Presidente de la República, con la anuencia de la Asamblea General, se permitió vetar un proyecto de ley que podría haber controlado el crecimiento de las centrales nucleares verdes, sustituyéndolo con un decreto que, como dice la expresión popular chilena, “es un saludo a la bandera”, algo para cumplir con las apariencias.
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Santa Olga, arrasada por las plantaciones en 2017
Crédito: Archivos Canal 13