Margarita Heinzen

Este artículo es una síntesis de la ponencia presentada en el Encuentro Literario llamado “Borges, Onetti y Piglia en la otra orilla”, realizado el 19 de marzo en la sede Paysandú de la UdelaR, con la organización del Consulado argentino en nuestra ciudad.

Como lectora y como escritora debo decir que estos tres grandes escritores me han enseñado mucho. Parafraseando a Piglia, diría que como lectora me ayudaron a construir mi yo escritora. Debo decir que crecí en una casa llena de libros. Tenía a mi disposición los libros que quisiera en las estanterías de mi casa, aunque bajo el ojo vigilante de mi madre que sugería o desaconsejaba un autor o una obra.

A su vez, Paysandú, como ciudad fronteriza, está muy condicionada por los vaivenes de la otra orilla e influida por los medios argentinos. En mi infancia veíamos TV argentina, porque no llegaba ningún canal uruguayo, y como revista escolar recibíamos Anteojito o Billiken. Debo confesar que sabía más del cruce de los Andes por San Martín que de las Instrucciones del año XIII de Artigas. Y en esos años, no era raro encontrar a un Borges polémico, portavoz de posiciones elitistas, simpatizante de las dictaduras que tanto nos han costado, irónico respecto al idioma español o al tango.

El ojo vigilante de mi madre sugería que era muy difícil para mis 15 años, pero creo, más bien, que me desestimulaba por sus ideas. Y así fui postergando el acercamiento a sus obras.

Con Onetti me pasó algo similar: mi madre entendía que el mundo de Onetti era muy pesimista para aquellos años de crecimiento, así que tampoco lo abordé.

Es decir, llegué a Borges y a Onetti recién cuando tenía 18 años, cuando me fui a estudiar a Montevideo, donde también tuve una buena biblioteca a disposición, esta vez provista por mi hermano y sus amigos con quienes convivía.

A Borges le entré por sus cuentos de cuchilleros. Por suerte, porque encontré que ni era difícil ni escribía desde una posición elitista. Desde el principio quedé admirada: sus personajes eran los malevos, los orilleros, Borges se mezclaba con ellos como narrador y encima se me hacía cercano porque aparecía en Carmelo, en Cerro Largo o en Fray Bentos. Además, la claridad de su prosa me sorprendió: era directo, no había palabras rebuscadas ni de más y el texto me iba llevando de una palabra a la otra y de ahí a la siguiente hasta el punto final. Como dice Piglia en El último lector, uno tiende a recordar la escena de cuando leyó aquellos libros que han permanecido imborrables en la memoria y así me pasa a mí con Hombre de la esquina Rosada: recuerdo la noche que lo empecé a leer en mi cuarto de estudiante en Montevideo, una edición que tenía la fachada de un almacén de paredes rosadas y puertas verdes. Luego seguí leyendo a Borges con continuidad y fui llegando a sus poesías y a sus cuentos fantásticos. Lo difícil de Borges nunca me preocupó, no digo que sus argumentos no sean complicados, sino que nunca me obsesioné por entenderlos a fondo porque yo buscaba otra cosa: la estructura del relato, los recursos del narrador, el cómo del texto, más que desentrañar el argumento. Creo que ya leía como escritora, aunque no tuviera nada claro mi futuro al respecto.  Hoy, muchos años después, sigo volviendo a sus textos y aprendiendo.

Mi acercamiento a Onetti también es de esa época. Épocas oscuras del país que lo obligaron a exiliarse, situación que, desde mi perspectiva, le agregaba interés. Al leer a Onetti no entendí por qué estaba prohibido como autor y entonces, desarrollé la idea de que contar la realidad, describir las cosas tal cual son, y aún más, contar cómo somos de verdad los uruguayos era subversivo. Pareciera que exponer nuestra idiosincrasia, tal vez un tanto grises, medianeros, un poco decadentes era peligroso en un momento del país en el que se nos quería vender una imagen de optimismo, de niños rubios y bandas brasileras. Las complejidades de la historia y del personaje las entendí recién muchos años después.

El mundo de Onetti es un mundo pesimista y su lectura exige un esfuerzo del lector, en eso tenía razón mi mamá pero de lo que no me habló fue de la belleza de la palabra justa, de la intencionalidad de los adjetivos, de la frase indispensable, de la cadencia del texto. El mundo de Onetti nos incomoda por la desesperanza, por la falta de horizontes de sus personajes, pero la belleza de la prosa lo vuelve disfrutable como el más uruguayo de nuestros escritores. Actualmente, cuando uso sus textos en mis clases con jóvenes, recibo algunos reclamos por su concepción sobre el rol de la mujer, sobre todo. Pero su prosa exquisita, su desesperanzada poesía, su ritmo, me llevan a seguir leyéndolo y usándolo, aunque sea en fragmentos.

Mi experiencia como lectora de Piglia es muy diferente y mucho más reciente. Llegué a él a través de la película Plata Quemada y recién después leí la novela. Pasó el tiempo y su vuelta definitiva a la Argentina coincidió, aproximadamente, con mis viajes a Buenos Aires por el Doctorado. En uno de ellos, por casualidad, me topé con el ciclo que dio sobre Borges en la TV pública. Lo vi por primera vez en el televisor del hotel, mientras hacía zapping y quedé fascinada con su charla, con la forma de hablarle al público, con la soltura de manejarse por un set de televisión como si estuviera dando cátedra en la universidad, pero accesible para todos y cómo mostraba un Borges distinto, señalando interrelaciones, relacionando textos y vida, desentrañando influencias, mechando anécdotas propias y ajenas. Sentí que me habilita a mí, vieja lectora, formas de lectura por las que nunca había incursionado. Volviendo a El último lector retengo con claridad la pieza de hotel, aquella noche que cambié el plan de relajarme con una película por ese ejercicio intelectual fascinante. Entonces, a través de Borges conocí a otro Piglia y desde esos años me he convertido en una seguidora de sus conferencias y entrevistas en internet y he leído todos los libros que he podido.

Y digo todos los libros que he podido porque eso me trae a uno de los temas que le preocupaban a Piglia: que las obras de los autores latinoamericanos no se pueden leer si uno no viaja a cada uno de sus países. A diferencia de cuando publicaban Borges y Onetti, actualmente es muy difícil leer escritores mexicanos desde Uruguay o chilenos, ni que hablar de brasileros. En 2020, aproveché la virtualidad para hacer un curso sobre novela en una universidad española: la mayoría de los autores contemporáneos vivos que referenciaba el curso no eran de mi conocimiento. Esto pasa incluso con los escritores argentinos, sin embargo, salvo aquellos muy renombrados, no es fácil tampoco encontrar lo que están escribiendo.

Actualmente estamos mucho más interconectados, recibimos montones de información pero las obras concretas viajan poco. Los grandes conglomerados editoriales nos han fragmentado y si no fuera por la pandemia, los escritores seguiríamos viajando más que nuestros libros, como decía Piglia. Comparto con él que la circulación y difusión de nuestras obras es crucial, no solo para avanzar en la interconexión y el intercambio entre los que pretendemos hacer literatura, sino también para ampliar el acervo sobre el que apoyarse o alimentarse. Este sería mi deseo final: que la circulación y difusión de nuestros libros se amplíe para que sepamos qué se está escribiendo en cada uno de nuestros países.

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