Por Horacio R. Brum
El proyecto de la nueva Constitución chilena, sometido a plebiscito el 4 de setiembre, fracasó por muchas razones; principalmente, porque fue redactado con la mirada de los intereses de grupos minoritarios, que aprovecharon la oportunidad para cobrarse las cuentas de su marginación social e histórica. Sin embargo, el texto también incluyó algunos de los puntos cuyo reclamo empujó a millones de ciudadanos a salir a las calles en el alzamiento popular de octubre de 2019. Entre esos estuvo la recuperación del papel del Estado como responsable y rector de la educación en todos sus niveles, así como la reinstauración de la gratuidad en la educación pública.
La erosión del sistema de educación del Estado fue uno de los “logros” de la dictadura de Augusto Pinochet y sus socios civiles, y tuvo dos objetivos principales: entregar las actividades educativas al mercado neoliberal y eliminar cualquier posibilidad de expresión política disidente entre los estudiantes.
Antes de la educación superior, el gobierno autoritario había “reformado” la primaria y la secundaria, pasando las escuelas públicas a la administración municipal y permitiendo que los particulares, tuvieran o no calificaciones académicas para hacerlo, crearan colegios con subvenciones estatales. La consigna propagandística, que siguen usando los gobiernos con tendencias neoliberales de algunos países para permitir que el mercado abra cabeceras de playa en la educación, era “ampliar el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos». Así se fue generando una gran brecha de calidad entre las escuelas y liceos de las municipalidades más pobres y los establecimientos de las más ricas. Por otra parte, se extendió el prejuicio de que la educación particular subvencionada era de mejor calidad y los padres de clase media y media baja hicieron grandes esfuerzos para pagar las cuotas complementarias de las subvenciones. Al tope de esta pirámide quedaron los exclusivos colegios privados, donde actualmente puede haber aranceles mensuales de 500 a 1000 dólares.
Un proceso similar afectó a las universidades públicas. La Universidad de Chile fue desmembrada en instituciones regionales menores y se eliminó en ella el arancel diferenciado, con el resultado de que en estos días el pago anual por una carrera como medicina -la más cara-, excede los 8.000 dólares. Esta cifra es superada largamente en las mejores universidades privadas, pero como el régimen dictatorial aplicó la misma receta que para la educación primaria y secundaria, existen en el país 64 universidades, con precios para todos los presupuestos y calidad acorde, lo que genera amplias diferencias entre el nivel de formación de los egresados y por consiguiente, entre sus posibilidades de empleo. Un sistema de créditos, manejado por los bancos con la garantía estatal, permite que los estudiantes con menos recursos paguen las carreras, pero al terminarlas tienen deudas a 15 o 20 años de plazo.
Excepto por aquellas con una larga historia y tradición de calidad, como la Universidad Católica o la Universidad de Concepción, las universidades privadas se compran y se venden como cualquier empresa y varias de ellas han quebrado, por lo cual el Estado ha debido asumir la responsabilidad de ubicar a los alumnos en otros establecimientos. Además, esas instituciones crean y cierran carreras en base a sus evaluaciones del mercado de trabajo. En un caso de triste resonancia, años atrás la Universidad Tecnológica Metropolitana (UTEM) creó la carrera de Criminalística, cuyos graduados supuestamente iban a poder emplearse en las policías nacionales. Cuando tanto la Policía de Investigaciones como Carabineros informaron al público que ellas sólo empleaban a los investigadores y expertos forenses formados en sus propias escuelas, la UTEM tuvo que cerrar la carrera y varios cientos de alumnos quedaron a la deriva.
La situación chilena, que todavía no puede ser corregida, demuestra la importancia de tener un Estado firmemente comprometido con la educación pública y en el caso particular de la formación universitaria, el valor de contar con una institución nacional que, además de marcar rumbos en calidad y valores, esté por encima de la competencia con la educación privada. El presidente chileno Gabriel Boric, así como varios miembros de su gobierno, tuvieron su formación política en el movimiento estudiantil de 2011, que luchó por la educación universitaria gratuita y de calidad. Para ese movimiento, Uruguay y Argentina fueron los principales ejemplos de educación universitaria pública; tanto Boric como varios de sus compañeros viajaron a nuestros países para ver de cerca los modelos de la Universidad de la República y la Universidad de Buenos Aires, para ellos desconocidos, por pertenecer a una generación nacida y educada bajo el otro modelo: el neoliberalismo impuesto en Chile por la dictadura pinochetista, admirado desde afuera por algunos políticos de estas partes de la región, entre ellos, el padre del presidente Lacalle Pou (“Estuve en el país del futuro”, dijo Lacalle Herrera cuando regresó de una visita de Estado a Santiago).
En estos días el pago anual por una carrera como medicina -la más cara-, excede los 8.000 dólares.
Por definición, las universidades privadas son elitistas, porque entran a ellas quienes pueden pagar los aranceles y frecuentemente se enmarcan en proyectos ideológicos o religiosos. Durante muchos años, por ejemplo, la Universidad Católica de Chile no admitía a los hijos de padres divorciados; bajo la dictadura, la derecha creó instituciones donde el pluralismo era desconocido y en la actualidad, la Universidad de Los Andes, controlada por el Opus Dei, es una usina de pensamiento que respalda con argumentos académicos el conservadurismo católico.
Que la Udelar haya sido un ejemplo para los universitarios chilenos, de los cuales hoy uno es nada menos que el primer mandatario más joven de América, demuestra que esta institución es un cimiento de la República. Por otra parte, la puesta en marcha del proyecto del Campus de Paysandú indica que si existe la voluntad política se pueden reunir los recursos para ampliar el desarrollo de la educación que se da bajo el alero del Estado, la única que puede genuinamente fomentar la igualdad, la inclusión y la libertad de pensamiento.