Por Horacio R. Brum

En las elecciones chilenas de 1989, que marcaron el fin de la dictadura militar, 45% de los votantes apoyó a dos candidatos afines al régimen que terminaba. A esos ciudadanos no les importaron los compatriotas torturados, exiliados o detenidos-desaparecidos; en cambio, creían que su país estaba cerca del desarrollo y que los “excesos” dictatoriales habían sido el precio por salvar a Chile del comunismo y ponerlo en la senda del progreso. Si bien Patricio Aylwin, el representante de la Concertación democrática, obtuvo el 55% de los sufragios, el último ministro de Hacienda de Pinochet recibió más del 30% de los votos, seguido por un empresario de derecha que más adelante se hizo notorio por la corrupción de sus negociados. Hernán Büchi, el ex todopoderoso funcionario del gobierno autoritario, tenía el crédito de ser uno de los padres del “modelo económico chileno”, bajo el cual se creó en el país una prosperidad ilusoria, que para los chilenos comunes y corrientes se basaba en vivir a crédito para pagar la salud y la educación, así como para poder aportar al sistema de jubilaciones enteramente privado. Los más pobres subsistían con unos planes sociales que fueron una virtual financiación de la pobreza, la cual, al hacerse cargo el primer gobierno de la democracia, superaba el 40% de la población. Sin embargo, gracias a la vida a crédito apareció una clase media de pequeños comerciantes y trabajadores independientes, que los expertos en marketing bautizaron como “emergentes”. Estos chilenos enviaban a sus hijos a las numerosas escuelas y universidades privadas, muchas de ellas de calidad dudosa, que se crearon mediante la imposición del mercado libre en el ámbito educativo; se atendían en las ISAPRE (Instituciones de Salud Previsional, también de propiedad privada) y se hacían enterrar en los numerosos cementerios privados. En las encuestas, su opinión fue constante durante muchos años: los pobres eran pobres por ser haraganes.

Junto a esos habitantes de un país que en la región algunos veían como un ejemplo a seguir – más bien, sobre ellos-, una clase empresarial se comportaba con una soberbia y una codicia desenfrenadas, porque la dictadura los había ungido como los salvadores de la patria económica. Pinochet decía que “hay que cuidar a los ricos”, porque si a ellos les iba bien, los beneficios llegarían a los de abajo: la teoría del “chorreo”. Treinta años y una parte de los tiempos de la democracia renacida, tomó a la sociedad chilena entender que su bienestar se compraba en cuotas y que las cifras de la “macroeconomía” servían de poco a quien lo perdía todo al perder el trabajo. En octubre de 2019, cientos de miles de personas salieron a las calles a reclamar en forma pacífica contra el “modelo”, en tanto que aquellos a quienes las circunstancias habían vuelto antisistema se lanzaron a destrozar las ciudades y saquear. Sorprendido, el presidente derechista de la época optó por la represión total y una frase de su esposa dejó en claro la desconexión entre las clases pudientes y la realidad. “Parecen alienígenas”, dijo la Primera Dama al referirse a los manifestantes violentos; tal vez sin proponérselo, esta señora parafraseó al almirante José Toribio Merino, uno de los líderes del golpe de 1973, para quien los izquierdistas eran “humanoides”.

Hoy, al otro lado de los Andes, más de la mitad de los argentinos están satisfechos con el rumbo que ha dado al país un individuo que apostrofa con palabras soeces a todos quienes no le rinden pleitesía, que incita al odio contra los periodistas y que muestra unas tendencias autoritarias preocupantes. Eso no importa, porque Javier Milei ha convencido a sus gobernados de que ya casi no hay inflación, maquillando los balances contables y endeudando a la Argentina a un ritmo más rápido que sus antecesores. Tampoco importa que el desmantelamiento del Estado y la reducción de los recursos para los planes sociales hayan puesto a más de la mitad de la población -lo que equivale a unas ocho veces la cantidad de habitantes de Uruguay-, en la pobreza. Aunque es innegable que el kirchnerismo de los gobiernos anteriores había pervertido mediante la corrupción el sentido del progresismo, un porcentaje importante de los argentinos votó en las últimas elecciones (que ojalá no lo sean en un sentido literal, porque el actual mandatario tiene muchas características de un autogolpista) con la mano en el bolsillo y no con la cabeza concentrada en lo mucho que se progresó durante cuatro décadas en materia de derechos humanos y respeto por la diversidad. Esos ciudadanos quieren volver a tener dólares para divertirse y comprar el exterior, como lo demuestra el reciente aumento de los viajes en un 30%; incluso si son pobres, creen en las promesas presidenciales de que pronto lloverán los billetes verdes o están convencidos de que pedaleando 24 horas para repartir pizzas es posible salir de la pobreza.

En los tiempos de la bonanza del “modelo”, unos sociólogos chilenos afines al neoliberalismo hablaban del “ciudadano consumidor”, que ya no vota guiado por los principios ni por las ideologías, sino por la conveniencia material. Recordando al viejo y fuera de moda Marx, tal vez es más apropiado hablar del lumpenconsumidor, un sujeto sin conciencia política que no asume responsabilidad cívica alguna después de haber echado su sufragio en la urna y que no exige a sus gobernantes otra cosa que los beneficios de la economía. Un buen resumen de ese comportamiento lo hizo hace unos días Manuel Adorni, el vocero de la Presidencia argentina: «La desigualdad no es un tema que preocupe porque esa desigualdad, dada en el plano de un país rico, donde sus habitantes tengan una buena calidad de vida, no importa. Lo que importa es cómo sacar a la gente de la pobreza». O sea, crear ciudadanos consumidores.

Sesudos análisis se hacen ahora de por qué llegó Milei, con su rusticidad de razonamiento y su grosería, a presidir una sociedad que se suponía entre las más sofisticadas del continente. Salvando las distancias, muchos se preguntan cuáles han sido las razones para que Trump se repita el plato presidencial. Sin las florituras de los estudios de los catedráticos y los analistas políticos, una periodista del diario argentino Clarín puso el asunto en blanco y negro: “El ‘voto supermercado’: la gente pensó en los precios antes que en los discursos de odio del magnate”.

El” voto supermercado” existe en todo el mundo, incluido Uruguay, y con frecuencia, el error del progresismo ha sido ignorarlo, creyendo que todos comparten ideas como la necesidad de mejorar la distribución del ingreso, proteger el medio ambiente, asistir a los migrantes o garantizar los derechos de las minorías. Cuando las acciones concretas desarrolladas en esos ámbitos se traducen en mayores cargas sobre la economía del ciudadano promedio, los sectores reaccionarios disimulan sus intenciones aviesas con el discurso de la reducción de impuestos y el achicamiento del Estado. Lo mismo ocurre con la seguridad pública: si el progresismo insiste demasiado en buscar las explicaciones sociales para la criminalidad, empiezan a prosperar los partidarios de la “mano dura”, detrás de quienes suelen estar los violadores de los derechos humanos y los negacionistas de los atropellos de los gobiernos autoritarios. Finalmente, si el progresismo tolera o disimula la corrupción entre los suyos, se abre el camino a quienes se envuelven en una capa de honestidad para llegar al poder y, con frecuencia, practicar otras formas de corrupción, como el nepotismo manifestado por el presidente de Argentina al designar a su hermana en el cargo más influyente del gabinete.

Para cerrar esta columna, habría que hablar de los grandes empresarios, que en Chile aplaudieron a Pinochet cuando todavía no se secaba la sangre de las víctimas del golpe y en la Argentina de hoy se ríen con las bromas obscenas y las palabrotas del Presidente cuando éste pontifica en las reuniones con ellos. Unos días atrás se realizó en Mar del Plata el Coloquio IDEA, donde se reúnen los dueños de la economía nacional. Cada asistente pagó hasta 3.000 dólares, sin contar el alojamiento durante dos días, lo cual equivale a unas 12 jubilaciones de las que cobran alrededor de ocho millones de argentinos. En el sermón presidencial se trató a estos personajes de “benefactores sociales que pueden cambiar la realidad” y Federico Sturzenegger, el hombre que tiene la misión de destrozar el Estado, les dedicó una frase del repertorio de Donald Trump: Ustedes son los que van a hacer a la Argentina grande nuevamente. Las ruinas que queden en el camino, importan un pito…

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