Opinión
Escribe Mariannina Álvarez
Es difícil escuchar voces que aporten claridad en medio del barullo provocado por los incidentes del frustrado encuentro Peñarol-Nacional. La reacción de los figurines de los canales privados de televisión y las señales deportivas de cable -básicamente los mismos- transitó por los carriles esperados, en los que se cruza la violencia en el fútbol con la política nacional, con un objetivo común: el ministro del Interior Eduardo Bonomi y, por elevación, el Presidente Vázquez y el partido de gobierno. No faltaron los oportunistas de siempre. Apenas habían transcurrido minutos desde el anuncio de la suspensión del encuentro clásico, cuando Novick encontró un micrófono solícito para acarrear agua para su molino. El senador Jorge Larrañaga -sí, el mismo que dijo no hace mucho que su partido no estaba listo para gobernar- se apresuró a twuitear que “No pueden cuidar un estadio, menos a tres millones!!” No creo que haya otro país donde los problemas de violencia en el fútbol sean adjudicados casi en su totalidad a una sola persona. Es tan indudable que Bonomi y su equipo no han encontrado la forma de prevenir los disturbios, como vergonzosa la cobertura mediática que protege a Damiani y compañía. Porque es la “barra” de Peñarol la que protagonizó los incidentes, mal que le pese a sus hinchas más irreflexivos. Los directivos de Nacional, que tampoco son inocentes, han estado menos expuestos, porque es difícil disimular que los miles de hinchas de Nacional que concurrieron al Estadio Centenario, fueron, al menos en esta oportunidad, meros espectadores de los desmanes de la tribuna de enfrente.
Tabaré Vázquez dijo a los periodistas en Madrid que los incidentes fueron planificados y se debieron a la negativa de la directiva de Peñarol a regalar entradas a los barras. De ser cierto, encierra una realidad tan evidente como poco recordada por estas horas: si ahora se enojan es porque antes tuvieron acceso privilegiado a las entradas y otros beneficios, o ¿no fue semanas atrás que hallaron en el automóvil de un integrante de la barra cientos de localidades? Solo con mala fe y oportunismo político pueden soslayarse las complicidades dirigenciales con la violencia en el deporte, porque en esta historia no hay ingenuos. Al ministro del Interior se le pueden imputar mil y un errores, y no precisamente, desde una visión progresista, que le tiemble mucho el pulso a la hora de reprimir. Los habitantes de algunos barrios carenciados -que sufrieron los mega operativos contra los narcos- pueden dar fe de ello, pero atribuirle en forma exclusiva la responsabilidad por un fútbol cada vez más violento no resiste el menor análisis, siempre que sea bien intencionado.
En los días anteriores al partido, la discusión giró en torno a la seguridad en la Tribuna Olímpica, en teoría la menos problemática. El Ministerio del Interior propuso instalar seguridad privada en el medio, y policías alrededor para intervenir en forma inmediata. Pero los dirigentes, también los tricolores, distorsionaron a su antojo el mensaje, anunciando que la cartera les negaba la protección necesaria, y por tal motivo no se habilitaría esa parte del Estadio. Recién un día antes revirtieron la decisión, alegando un mal entendido, pero el golpe ya estaba dado, y el clima desestabilizador instalado, al punto que la imagen en los minutos previos al inicio del encuentro era desoladora, con apenas unos cientos de hinchas ocupándola.
Cuando ya se había arrojado la famosa garrafa, y saqueado los puestos de comida, un dirigente mirasol se quejaba ante un periodista de que la parcialidad alba había ingresado una bandera de dimensiones que excedían las permitidas. Y el broche final a una tarde de terror lo aportó el plantel de Nacional, saliendo a la cancha para “agradecer” a la hinchada, festejando no se sabe qué, porque, de acuerdo a Diego Polenta, “a mi hinchada la saludo cuando quiero”. (A propósito del capitán tricolor, también aportó su toque de color cuando arribó al Estadio vistiendo, baja la camiseta oficial, una con la impresión “Pablo Escobar. Patrón del mal”). En tiempos tan desquiciados, se extraña entre los jugadores un referente que cuestione el mito del jugador tribunero. Entre los violentos y las personas “sanas”, hay lugar para quienes no tuvieron mejor idea que fotografiarse sosteniendo las latas de coca cola robadas por los primeros (y que por supuesto fueron publicadas en las redes sociales).
En todos los países futboleros existen los ultras, violentos, bandas integradas por miembros de grupos políticos extremistas o directamente delincuentes. Pero no en todos son tolerados o incluso objeto de admiración. La Doce de Boca en Argentina es un claro ejemplo, y las barras de los cuadros grandes en Uruguay también. Se les rinde pleitesía y se les teme, se les asegura su ubicación privilegiada en la tribuna, se los aplaude cuando hacen su ingreso triunfal. Se celebra a la hinchada a la cual se viva más que al cuadro propio, por quienes encuentran en la liturgia de cada fin de semana un sentido de pertenencia.
Los incidentes que impidieron el inicio del partido clásico, provocaron una declaración inusualmente dura del presidente Tabaré Vázquez -que se encontraba en España- y una sensación de que esta vez sí, fue la gota que desbordó el vaso.
En el medio del debate se necesitan más palabras como las del Profe Piñeyrúa y su equipo, cuyas transmisiones en radio Espectador constituyen un oasis. Son necesarias para que la discusión no sea dominada por Julio Ríos y sus colegas de Tenfield, para que no solo se difundan versiones interesadas.