Por Horacio R. Brum
El microcentro de Buenos Aires, una zona que en tiempos normales vibra al ritmo de las operaciones financieras, la actividad de las oficinas y la enorme oferta de cafés, restaurantes y quioscos, se ve ahora como si estuviera saliendo de una guerra. No hay cuadra que no tenga tres, cuatro o más comercios cerrados; los que funcionan abren más tarde que de costumbre y en ellos sobra espacio para mantener la “distancia social”, esa ilusoria medida de seguridad contra un coronavirus que nadie sabe exactamente cómo se transmite. Lo mismo se ve en el centro de Santiago de Chile donde, al igual que en Argentina, el gobierno resolvió aplicar la estrategia de las cuarentenas, sin tener en cuenta otros criterios que los sanitarios. En Chile, los encierros totales dejaron al descubierto la pobreza y precariedad social que yacen bajo los esplendores del modelo económico que ese país vendió al mundo, pero se insiste con las mismas medidas y se apuesta todo a la vacunación. Al otro lado de los Andes las cuarentenas se aflojan -el jefe del gabinete Santiago Cafiero dijo hace unos días a los medios que no se piensa en volver a una cuarentena total-, porque el costo político de seguir incrementando la pobreza es demasiado grande.
Esos son sólo dos ejemplos cercanos de la masacre económico-social provocada en todo el mundo no por la pandemia, sino por una preocupación obsesiva con ella que ha dejado de lado toda otra consideración sobre la calidad de vida de los habitantes del planeta. En la última semana de enero el Fondo Monetario Internacional, que no es precisamente una organización caritativa mundial, dijo que los gobiernos deben apoyar a los grupos más vulnerables de la sociedad, porque entre 2020 y 2025 el mundo perderá 22 billones de dólares de recursos. No son los billones de mil millones cada uno, que por anglicismo suelen usar los medios de comunicación, sino de un millón de millones, al uso correcto en español. O sea, puesto en números, 22.000.000.000.000, una pérdida que, según los comentaristas económicos, no se registra desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La Organización Internacional del Trabajo estima que hasta el momento se han destruido 400 millones de empleos, unos 50 millones en América Latina. Donde las escuelas se cerraron totalmente, los alumnos pueden haber perdido más del 80% de los contenidos de los programas, de acuerdo con el Banco Mundial, y serán más afectados los niños de los primeros grados de primaria, especialmente por los problemas de alfabetización. Ese déficit de aprendizajes puede perjudicar la vida adulta y Unicef cree que posiblemente llegue a reducir en 5% los ingresos totales a percibir por un trabajador a lo largo de su vida. Esto, en cuanto a la vida, pero nadie hasta ahora se ha puesto a calcular los efectos de un problema social que puede estar siendo aumentado por los encierros forzosos: el suicidio. Los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) indican que, en años normales, alrededor de un millón de personas se suicida en el mundo; según el Centro Nacional para la Prevención y el Control de las Lesiones, de los Estados Unidos, una muerte de ese tipo se puede cuantificar en la pérdida para la sociedad de más de 1,3 millones de dólares.
Por estos días, en Argentina, Chile y otros países las organizaciones de prevención del cáncer están realizando campañas publicitarias para que la gente vuelva a preocuparse por la detección temprana. También, las instituciones de salud intentan convencer a los pacientes de esta y otras enfermedades que necesitan un seguimiento permanente, de que no abandonen los controles por miedo a la pandemia, pero la burocracia sanitaria suele bloquear esos esfuerzos. En Chile, por ejemplo, si una persona debe practicarse regularmente una diálisis y está en una zona de cuarentena, tiene que ir a la comisaría más cercana para sacar una autorización para salir de su casa por algunas horas. Los fallecidos por la falta de este tipo de tratamientos, a causa de las complicaciones que crean las cuarentenas, tampoco parecen estar entrando en los cálculos de quienes las imponen.
En una panadería del barrio de Constitución, en Buenos Aires, al caer cada tarde se ve una fila de gente. No son clientes, sino personas que van a buscar el pan y otros productos que no se vendieron, y que los dueños del comercio distribuyen como caridad. En muchos casos, no son mendigos, sino vecinos que están al borde del hambre por haber perdido sus trabajos, tal como sucedió con los millones de chilenos a los cuales el gobierno tuvo que entregar cajas de alimentos, en la primera etapa de las cuarentenas rigurosas. Paradójicamente, en Santiago fueron algunos alcaldes de izquierda quienes al comienzo clamaron por la imposición de los encierros y acusaron a las autoridades nacionales de poner la economía sobre la salud. Casi seis millones de cajas de alimentos tuvieron que ser distribuidas, al costo aproximado de 40 dólares cada una, para evitar que cayeran en el hambre las familias a cuyos integrantes no se les permitió salir diariamente a la calle a ganar el jornal. Unos meses más tarde, los mismos gobernantes municipales poco menos que imploraron que se dejara salir a sus vecinos a trabajar.
“Los hogares más pobres son los que más sufren el impacto socio económico de la pandemia, en múltiples dimensiones”, expresó la representante de Unicef en Argentina, quien subrayó que los efectos secundarios de la pandemia, como la pérdida de ingresos, la inseguridad alimentaria, la falta de acceso a internet y computadoras para continuar con la educación a distancia, afectan a los chicos y las chicas más vulnerables, que son las “víctimas ocultas del coronavirus”. En Uruguay hay quienes piden medidas más estrictas; sería conveniente que también pensaran si la economía del país puede soportar los efectos sociales y económicos de una cuarentena estricta.
FOTO: Los efectos de las cuarentenas en Buenos Aires.
Crédito: HB