Escribe Margarita Heinzen
Me siento a escribir esta nota y en la semana late como un faro el 20 de mayo y la Marcha del Silencio en memoria de los desaparecidos durante la dictadura militar ocurrida entre 1973 y 1985 en Uruguay, en el marco del Plan Condor. No puedo eludirlo; como tema es demasiado trascendente para una sociedad. ¿Qué no se ha dicho, en estos 26 años, que pueda ser leído o escuchado por los que todavía no la registran como hecho social? Es la segunda vez que en 26 años no se puede marchar codo a codo, en silencio, rasgando la noche con el PRESENTE, gritado en respuesta al llamado de los 197 uruguayos que no están. Los familiares que sobreviven a 46, 48 años de espera vuelven a vivir en estas fechas la presión de la gente que se expresa, que los acompaña, que los rodea. Para todos nosotros es un día, una semana, un mes al año; para ellos son 365 días de cargar con la bronca de una injusticia ignorada.
Ese aspecto de la fecha es el que se reitera cada año para no olvidar, para construir la memoria de una sociedad que en dos oportunidades ya dijo que no quería “revolver el pasado”.
Los mexicanos dicen que mientras los vivos recuerden a los muertos queridos, éstos no mueren en realidad, sino que se mantienen entre nosotros. Y es por eso que conmemoran de manera bastante festiva el Día de los Angelitos y el Día de los Muertos, cada año el 1° y 2 de noviembre. Mientras haya memoria no hay muerte, dicen los mexicanos y visten las vidrieras, las casas y los lugares de trabajo con flores amarillas, cempasúchil, se arman altares con las fotos de los muertos a honrar, se visten como la Catrina y se maquillan con máscaras de calacas (calaveras).
La memoria para atar los muertos queridos a la vida se vuelve una forma de trasmitir la historia de una nación a partir del presente. Así lo sostiene, al menos, el historiador francés Pierre Nora, quien estableció una línea demarcatoria entre dos conceptos cercanos y con frecuencia contradictorios: memoria e historia. Para Nora, en un mundo presa de la inmediatez, la memoria de grupos que experimentaron los hechos, o creen haberlo hecho, es la mejor forma de transmitir la historia, desde que ésta comenzó a ser desbordada por una vida mediática densa, que contribuyó a crear una forma de memoria colectiva, independiente del saber puramente científico. A esto contribuyeron las tragedias del siglo XX, que empezaron a valorar al testigo y ayudaron así a democratizar la historia. El testigo se transformó en aquel que conserva la memoria viva para hablar de los dramas que protagonizó, sean las guerras mundiales, los regímenes comunistas, las guerras de colonización, la represión en América Latina. El hombre empezó a sentir que lo que vivía era parte de la historia.
Sin embargo, vale la pena diferenciar estos dos conceptos: memoria e historia funcionan en dos registros muy diferentes, según Nora, aun cuando es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y que la historia se apoya, nace, de la memoria. La memoria es el recuerdo de un pasado vivido o imaginado. Por esa razón, la memoria siempre es, por naturaleza, afectiva, emotiva, abierta a todas las transformaciones, inconsciente de sus sucesivas transformaciones, vulnerable a toda manipulación, susceptible de permanecer latente durante largos períodos y de pronto emerger. La memoria es siempre un fenómeno colectivo, aunque sea psicológicamente vivida como individual. Por el contrario, la historia es una construcción siempre problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir, pero que dejó rastros. A partir de esos rastros, controlados, entrecruzados, comparados, el historiador trata de reconstituir lo que pudo pasar y, sobre todo, integrar esos hechos en un conjunto explicativo. La memoria es subjetiva y selectiva, y depende de las informaciones que obtiene. La historia, por el contrario, es una operación puramente intelectual, laica, que exige un análisis y un discurso críticos. Según Nora, la historia permanece; la memoria va demasiado rápido. La historia reúne; la memoria divide.
Para entender esto hay que comprender que el protagonista o el testigo tiene un gran valor histórico, pero no decisivo. La irrupción, en el siglo XX, de una cantidad de víctimas que querían que sus penas y sufrimientos fueran tenidos en cuenta, llevó a un cambio en la naturaleza del trabajo del historiador. Los historiadores fueron durante mucho tiempo los depositarios de la memoria comunitaria en la medida en que tenían, casi, el monopolio de la interpretación, la que, con frecuencia, era instrumento del poder (los ganadores escriben la historia). Con el tiempo, el historiador se independizó para asumir una actitud científica.
Entre 1984 y 1993, Nora escribió una obra monumental, reunida en tres tomos, y desarrolló un concepto que ha sido adoptado por muchas sociedades que enfrentan la deuda social de tragedias no aclaradas: los sitios de la memoria. Una manera novedosa de escribir la historia que rompe con lo cronológico e inventaría a aquellos objetos, hombres o lugares que pertenecen a la herencia colectiva. En su obra establece la geografía sentimental de la nación francesa, en la que aparecen desde la batalla de Waterloo, a la Torre Eiffel; desde Juana de Arco a “La Marsellesa” o el Tour de Francia. ¿Cuáles serían los sitios de memoria de la historia uruguaya? ¿Cómo estaría compuesto ese inventario? En Buenos Aires son comunes los sitios de memoria como recordatorios de un lugar específico en el que ocurrió un secuestro o un asesinato durante la última dictadura militar. Uno camina por la vereda y la vista se topa con una placa, con azulejos de colores, con una marca que recuerda el hecho. Los rastros que la historia necesita se apoyan en la memoria. En Uruguay también se empezó a recorrer este camino, al que se suman otros sitios de memoria más monumentales como los del recuerdo al Holocausto, al genocidio del pueblo armenio, a los presos y desparecidos políticos en la Plaza de la Bandera, en el Cerro, en Libertad sobre la Ruta 1.
Este fenómeno de la memoria y de la voluntad de las víctimas de ser tomados en cuenta, provoca que la historia permanezca viva, más allá de disposiciones legislativas o fallos judiciales. Si cada hecho histórico se vuelve intocable después de promulgarse una ley, se está condenando a muerte la investigación histórica y, por ende, cristalizando la historia de una nación. Según Nora, la historia no puede ser dictada por los legisladores. Eso sucede sólo en los países totalitarios, no en una democracia.
Es por eso que cada año, en esta semana, la memoria de los desaparecidos se hace sentir en una sociedad que, aunque legisló para enterrar el pasado, no puede hacerse sorda a los gritos del silencio.
Foto Archivo Marcha 2018