Por Marcia Collazo
Esta obra hace justicia a su título. Abre cosas, comenzando por un cuerpo que no debe entenderse solamente como un manojo de músculos y arterias, sino por la más vasta constelación de la idea, el nervio y el sentimiento. Inaugura para nosotros el asunto más viejo del mundo. La condición humana. Ya de entrada, nos dice su autora, con una simpleza tan descarnada como para avergonzar a todos los nostálgicos del patriarcado, que “escribir estas páginas me ha hecho reflexionar sobre la literatura escrita por mujeres. Hace menos de diez años, cuando le conté a un amigo de la infancia que estaba por publicar, me confesó que no leía libros escritos por mujeres”. Con ello la autora nos mete de lleno, no solamente en uno de los temas principales de esta obra, sino además en el meollo mismo de un problema. Y meternos en el problema, sea cual sea, en tanto represente una llaga, un silencio, una injusticia, es una de las expresiones mayúsculas del arte.
Bien sabemos que las novelas de ficción escritas por mujeres han sido habitualmente recibidas con poco respeto. Como la escritora estadounidense Juliette Wells señala, ha habido una “larga tradición de ignorar a las mujeres escritoras y a sus lectores” (porque no debemos olvidar aquí a los lectores, particularmente a las lectoras, que con su poder interpretativo y su experiencia vivencial vienen a ser, también, una parte trascendental del asunto). Existe una suposición, sostenida a puro prejuicio, de que las novelas escritas por mujeres son siempre, en algún grado, inferiores a las escritas por hombres, pues es esta literatura masculina la que simboliza la literatura en estado puro o con mayúscula. Por eso la literatura femenina raramente ha recibido el reconocimiento que se merece, y fue virtualmente excluida del canon literario, olvidándose que ese mismo canon ha sido construido durante siglos en base a criterios estéticos masculinos. Imposible pretender caracterizar, desde este ángulo, las ricas, desafiantes y removedoras manifestaciones de un sector en emergencia, como es el de las mujeres escritoras.
El debate, o los prejuicios soterrados continúan en algún grado incólumes, y son precisamente algunas mujeres las que pugnan por desechar una terminología y una actitud que las orilla, una vez más, a ellas y solo a ellas, a situaciones de marginalidad, puesto que no se habla jamás de una literatura masculina, en contrapartida a la femenina.
En este sentido, la escritura de Margarita Heinzen viene a nosotros cargada de puro significado, que se despliega en múltiples sentidos. Hay en ella una intención perpetua, no solamente de oficiar una o varias aperturas, sino de “poner el cuerpo” en cada línea. La experiencia de la palabra atraviesa en Margarita diversas dimensiones, que se vinculan al “poder decir” en una intimidad radical, sin intermediarios y sin censores de ninguna clase. Una intimidad tan simple y revolucionaria como la vida misma. Una intimidad que se abre, porque se atreve a decir. Pero, al revés que en la Creación, aquí en el principio es el silencio, aquello que no puede comunicarse. Hay una mujer enfrentada a si misma. A sus edades. A sus dolencias, derivadas del simple acto de estar vida. A sus periplos existenciales. A la búsqueda continua de si misma (un ente que se le pierde a cada paso, en la medida que las circunstancias la oscurecen, la hacen oscilar como un barco a la deriva, la hunden o le permiten respirar). Ella se busca a través del amor y el desamor, la juventud y la adultez, la vejez avizorada, la soledad. Y también a través del miedo, que parece planear sobre todas las cosas como una amenaza permanente. El silencio de lo que se calla, lo que se esconde, lo que no se expresa porque no tiene su propio lugar, es el origen de esta trama. Pero en la obra, ese silencio es el que se hace voz y se materializa, haciendo de lo íntimo algo público, y de lo cerrado algo abierto. Para que mire quien quiera mirar, y para que comprenda quien quiera comprender. En lo personal disfruté mucho de este libro. Me hizo reflexionar en el hecho de que toda escritura está indisolublemente ligada a la lectura, en un acto de trasposición hermenéutico. La experiencia de leer también abrió mi cuerpo y mis sentidos, conmovió mi pasado, se constituyó en campo de batalla.
Este libro tiene, entonces, por lo menos una voz y por lo menos un cuerpo. Podría decirse que tiene género, si no fuera, ante todo un formidable alegato sobre la condición humana en clave femenina, y tiene ideología (con esto me refiero más que nada a elecciones, decisiones, posturas éticas). En 1936, la escritora y ensayista argentina Victoria Ocampo pronunció la conferencia radiofónica “La mujer y su expresión”. Se trataba de un discurso que se constituía como un llamado a las mujeres a expresarse, a hablar por si mismas dejando atrás las “migajas de los monólogos de los hombres”. En su alocución, Ocampo dice que en la escritura hay un dominio por conquistar. Y asegura que, cuando esto suceda —si es que se consigue—, la literatura mundial se enriquecerá.
Esto, que debería ser bastante obvio, por no decir evidente, sigue constituyendo un desafió. La prueba de ello es la confesión del amigo de Margarita Heinzen, o de su personaje.
La autora aborda en esta obra un universo de vivencias y de reflexiones. Vivencias, impulsos, instintos e intuiciones del mundo. Vivencias como forma de recrear en mí, y en cualquier otro lector, en mi cuerpo y en mi mente, experiencias de otras mujeres, y también de la mujer que soy y he sido de cara a mi propia historia. Esto solo puede lograrlo un buen libro. No hay aquí propiamente una trama en el sentido canónico del término, y ni falta que hace. Hay escenarios, hay ambientes y batallas, hay pensamientos desordenados que, sin embargo, buscan desesperadamente un orden, un sentido final. La autora aborda diferentes temas íntimos y los coloca en una perspectiva de aguda observación, casi descarnada en su lucidez, en la que el mundo se observa, se conoce, se nombra y se construye a partir de si misma y de sus circunstancias.
En referencia a esta condición humana en clave femenina, la escritora española Almudena Grandes dijo en 2018: “Creo que hay una literatura de mujeres en la misma medida que la literatura de hombres. Escribir es mirar el mundo y cada uno lo mira según sus ojos. La identidad de género es fundamental en la mirada de una persona. Pero no me gusta hablar de literatura escrita por mujeres como no hablamos de una literatura escrita por hombres. Eso consolidad la idea de que los hombres escriben gran literatura y lo que escribimos las mujeres es un subgénero. No estoy de acuerdo con eso. No creo que escribamos distinto. Hay tantas maneras distintas de mirar entre hombres y mujeres que no creo que se pueda asignar a un género concreto”.
Esta novela viene a demostrar la verdad de las afirmaciones anteriores. No hay aquí ni género ni subgénero, en última instancia, sino una radicalidad humana pura, vinculada a la dimensión femenina por la simple razón de que su autora es mujer. Nada más universal. Nada más simple. Ese es su centro, su argumento, su lugar de nacimiento. No hay aquí jerarquías o categorías estancas, sino literatura. Aquello que la autora ha querido ser, mostrar, rescatar, y transformar. Tal vez el mayor valor de este libro reside en que recorre, con su aparente sencillez e intimismo, todos los roles o estereotipos que tradicionalmente se les ha asignado a las mujeres, desmontándolos uno a uno de una manera llana, coloquial, tan elemental y tan concluyente como la vida misma. Debo decir también que esta obra literaria encierra un universo centrado, en buena manera, en eso que se ha catalogado como la escritura del yo, un tema que, innecesario sería precisarlo, tampoco tiene género. Más allá de su mirada femenina, y precisamente por su mirada femenina, este libro debería ser leído tanto por mujeres como por hombres. Al fin de cuentas, esa condición humana visceral que mencioné más arriba está temblando entre sus páginas, lo cual es ya suficiente argumento para asomarse a la obra, y en cuanto a su pasión y su misterio, eso es algo que cada cual tendrá que descubrir por sí mismo.