Por Horacio R. Brum
Es el embajador turístico de uno de los gobiernos más represivos del mundo, donde es lícito ejecutar a las mujeres adúlteras o cortar la mano a los ladrones; ahora pasó a integrar un equipo de fútbol de cuarta categoría, que forma parte de un sistema diseñado exclusivamente para hacer dinero con la excusa del deporte, y es propiedad de una familia notoria por su involucramiento con el terrorismo anticubano. De Arabia Saudita Lionel Messi recibe una suma estimada en quince millones de dólares anuales -aunque los detalles del contrato y el pago real son secretos bien guardados-, y su nuevo cuadro es el Inter Miami, propiedad de los hermanos Mas Canosa, quienes pertenecen a la colectividad cubana que desde esa ciudad conspira permanentemente contra el gobierno de La Habana. El padre de los Mas Canosa fue parte de la expedición que, con el apoyo de la CIA, invadió Cuba en Playa Girón, y creó la Fundación Nacional Cubano-Americana, notoria por la financiación en 1997 de unos atentados contra la industria hotelera cubana.
De la institución de los Mas Canosa Messi recibirá unos cincuenta millones de dólares por año, a cambio de generar más ganancias para el club de la Major League Soccer (MLS), una organización que es el símbolo máximo de la comercialización del fútbol y su corrupción por los intereses empresariales. La MLS organiza el principal torneo en Estados Unidos y Canadá con clubes que son sociedades anónimas y son franquicias que llegan a costar 600 millones de dólares al año. Hacer dinero es el objetivo de la MLS y como los propietarios de los equipos disponen de grandes fortunas, se dedican a reclutar a estrellas que, aunque estén cerca del final de sus carreras, pueden darles una “marca de prestigio” para comercializar regalías de todo tipo.
Prestigio es también lo que buscan los gobiernos del Golfo Árabe, para practicar lo que Amnistía Internacional llama “sportswashing”, la estrategia de utilizar el deporte para lavar imágenes negativas. Los cientos de miles de hinchas de todo el mundo que estuvieron en Qatar fueron alegres cómplices de ese “sportswashing” y Arabia Saudita está reclutando figuras como el argentino o como Cristiano Ronaldo (que el año pasado pasó al equipo Al Nassr a cambio de 200 millones de euros anuales). Los sauditas tienen claros sus planes y objetivos para obtener la sede del Mundial de 2030 y no sería nada raro que lo lograran, dado el antecedente de Qatar, para frustración de los países latinoamericanos que, con Uruguay a la cabeza, tienen el derecho histórico de ser sedes del campeonato del centenario.
El británico David Beckham es otro astro del fútbol al servicio de los Mas Canosa, porque es socio minoritario del Inter Miami y al igual que lo hará Messi, recibe sumas millonarias por participar en los negociados de la MLS. Las figuras del británico y el argentino son funcionales a otro objetivo en el cual puede haber estado la mano de la MLS: la organización del Mundial 2026 en Estados Unidos, México y Canadá. El certamen tendrá 80 partidos y 48 seleccionados participantes, una ampliación con la cual la FIFA sigue aumentando su poderío financiero planetario, sobre la base de la ingenuidad de cientos de millones de personas que todavía creen en la nobleza y limpieza del fútbol profesional.
Al otro lado del Atlántico, la plata continúa su avance sobre las canchas europeas. A raíz de la guerra de Ucrania, fue notorio el caso del Chelsea inglés, propiedad del magnate ruso Roman Abramovich. Cuando los gobiernos europeos comenzaron a perseguir a los llamados oligarcas rusos, por sus supuestos o reales vínculos con Vladimir Putin, Abramovich vendió el club en miles de millones de libras esterlinas a un consorcio empresarial británico, con la aprobación del gobierno de Londres. Los árabes también están activos en la escena futbolística europea; el Paris Saint Germain, que Messi abandonó para ir a Miami, es propiedad de un miembro de la familia gobernante de Qatar; el Manchester City pertenece a los jeques de Abu Dhabi y el Manchester United está por ser comprado por el presidente del Banco Islámico de Qatar. Todos estos personajes manejan las finanzas de sus países como patrimonio personal y las operaciones de venta de los clubes se han llevado a cabo con la complacencia de los gobiernos europeos, en contra de numerosas protestas de las organizaciones de derechos humanos.
América Latina también entró hace algunos años en la era del “sportswashing” y el fútbol-empresa. Uno de los casos más notorios es el del empresario derechista Sebastián Piñera, dos veces presidente de Chile. Piñera, ingeniero comercial de la Universidad Católica chilena y uno de los hombres de negocios que hicieron fortuna durante la dictadura de Pinochet, fue hincha del cuadro de esa universidad hasta julio de 2006, cuando se convirtió en el accionista mayoritario de Blanco y Negro, la sociedad que es dueña de Colo Colo, el más popular de los clubes del país. En 2005 Piñera estaba en el primer intento de llegar a la presidencia; durante una reunión con el Sindicato de Futbolistas Profesionales, Carlos Soto -entonces presidente de ese gremio-, le dijo directamente al empresario que nunca sería presidente de Chile si no le daba pan y circo al pueblo: “La derecha tiene el pan y el fútbol es el circo”, fueron las palabras de Soto, según una investigación del semanario satírico-político The Clinic. Piñera mantuvo su paquete accionario de Colo Colo hasta fines de 2010, el año en que llegó a la primera magistratura de Chile y solamente lo vendió cuando fue obligado a ello por las presiones de algunos parlamentarios y una parte de la opinión pública. Actualmente, los principales equipos chilenos son de propiedad de sociedades anónimas y se han levantado sospechas de lavado de dinero sobre la compra por parte de ciudadanos extranjeros, de equipos mediocres del interior del país.
Otro político que tuvo un buen trampolín para saltar a la presidencia de la república fue Mauricio Macri, quien presidió Boca Juniors entre 1995 y 2007. En la Argentina, la política y el fútbol forman una alianza indisoluble, cuya cara más tenebrosa son las barras bravas, y el culto de la personalidad abarca desde gobernantes-caudillos de credenciales democráticas más que dudosas, como Juan Domingo Perón, hasta Maradona o Messi. En 1979 Argentina ganó el Mundial Juvenil, que se jugó en Tokio; el país estaba en plena guerra sucia, aunque eso no había sido un obstáculo para que las masas celebraran enloquecidas el triunfo en el Mundial del año anterior. La selección juvenil fue recibida en la Casa Rosada por el general Jorge Rafael Videla, uno de los más duros de los dictadores de la época. Un joven jugador llamado Diego Armando Maradona estrechó la mano de Videla y le dijo que “el soldado Maradona” siempre iba a estar disponible cuando la Patria se lo pidiera. Décadas más tarde, el “soldado Maradona” se tatuó en un brazo la cara del Che Guevara y fue amigo de Fidel Castro; durante la guerra de las Malvinas estaba haciendo carrera y dinero en Europa y no se tomó un día para aparecer en las islas, donde miles de sus contemporáneos padecían frío y hambre a causa de la aventura montada por otra dictadura.
Inconsecuencias, corrupción, manipulación política, lavados de imagen y de dinero: todo eso envuelve al fútbol profesional mucho más que a otros deportes, dada su capacidad para enfervorizar a las multitudes. A sus protagonistas en la cancha, con muy contadas excepciones, les cae bien el viejo aforismo: “Por la plata baila el mono” (o juega)…