Por Horacio R. Brum
El jueves 1° de setiembre de 1904 el soldado Páez -por ponerle un nombre, porque nadie supo ni sabrá cómo se llamaba-, fue despertado por los clarines cuando el sol apenas comenzaba a desperezarse por el lado del cercano Brasil. Páez churrasqueó, como uno de los 60 hombres que a diario consumían una res en un ejército en campaña, se armó un cigarro con el tabaco que todos recibían regularmente junto a otros “vicios” (tal la denominación de los productos necesarios para la subsistencia diaria), y aguardó a que nuevas clarinadas anunciaran la marcha. A las siete de la mañana, cuando el soldado Páez y sus compañeros todavía estaban ateridos por el frío de un día claro, pero para nada anunciante de la próxima primavera, el Ejército del Norte comenzó a avanzar hacia el paraje de Masoller, situado en el vértice inferior de un territorio que todavía hoy aparece en los mapas uruguayos como “límite contestado” con Brasil.
Páez era uno de los casi 8000 hombres que debían enfrentar a la fuerza de insurrectos cuyo jefe había encontrado siempre al otro lado de la frontera apoyo material para sus intentonas revolucionarias y ahora quería acercarse al límite del territorio nacional porque, como lo había dicho a uno de los suyos, “…si nos toca desarmarnos podemos devolver muchas armas a nuestros amigos del Brasil”. Ese jefe y su partido pretendían imponer por la fuerza la coparticipación en el gobierno nacional que les negaba una democracia aún imperfecta, pero en un rápido proceso de modernización.
Un par de horas después del mediodía, el soldado Páez se vio envuelto en el tiroteo de un frente de batalla de ocho kilómetros de largo, donde los revolucionarios cargaban a caballo al estilo de las antiguas montoneras de principios del siglo XIX, contra las filas de una infantería bien armada, germen de un ejército moderno. A atardecer, cuando los alzados comenzaban a flaquear, Páez vio a lo lejos al que parecía ser el jefe de ellos, porque se paseaba entre los resistentes acompañado de abanderados, montado en un caballo moro y envuelto en un poncho blanco. Dominando el cansancio y recurriendo a un entrenamiento profesional que lo diferenciaba de aquellos enemigos que eran poco más que turbas entusiastas, el soldado Páez puso rodilla en tierra, reguló la mira de su Mauser comprado por el gobierno poco tiempo atrás en Europa y disparó. El hombre del poncho blanco apenas se sacudió sobre su cabalgadura, pero quedó herido de muerte y una semana más tarde su vida terminó en el territorio brasileño, donde se refugió la mayoría de los revolucionarios derrotados en Masoller el 1° de setiembre de 1904.
Jamás supo el soldado Páez que su disparo marcó el fin de la era del feudalismo caudillesco en el Uruguay, y el inicio de un proceso que puso al país a la vanguardia social y política del continente. En Masoller nació el mito del caudillo del Partido Nacional Aparicio Saravia, que no intentaba construir en el país una democracia moderna, sino “partir la naranja al medio” (como lo expresó en muchos diálogos y correspondencia) en una suerte de cogobierno eterno con el Partido Colorado. La naranja estaba partida al medio desde 1872, cuando el presidente Tomás Gomensoro aceptó, en el Pacto de Abril, dar a los blancos el gobierno de varios departamentos de la república, en la creencia de que así se lograba el fin de un ciclo de alzamientos con los que el Partido Nacional manifestaba periódicamente su descontento por las prácticas de exclusión electoral cometidas por los colorados. En un sistema que duró hasta 1904, esos departamentos estaban controlados por los Jefes Políticos que el partido blanco designaba; los Jefes Políticos reunían en sus cargos las funciones que hoy son del jefe de policía y del intendente y eran personas de la confianza del caudillo partidario de turno. En el territorio blanco, el Poder Ejecutivo nacional solamente tenía una autoridad nominal y todas las fuerzas militares basadas allí formaban parte de la estructura del partido. Así, cada vez que el gobierno “se sublevaba”, intentando algún tipo de afirmación de su autoridad, el alzamiento blanco se ponía en marcha, con sus fuerzas aumentadas por las milicias insurrectas que se levantaban en las estancias. Eso sucedió a fines de 1903, cuando el recién asumido presidente José Batlle y Ordóñez envió al Ejército a Rivera, para defender la soberanía nacional puesta en riesgo por un incidente fronterizo que el Jefe Político blanco no había podido controlar.
Tal pugna de poderes era un obstáculo para el desarrollo institucional y económico nacional y también representaba la oposición entre dos modelos de país: el de raíces agropecuarias del Partido Nacional, basado en la estructura social paternalista de la estancia y aferrado a las tradiciones, y el del Partido Colorado, de naturaleza eminentemente urbana, alineado con la modernidad y con las nuevas ideas y costumbres que aportaba la inmigración.
Concluido el enfrentamiento de 1904, el presidente Batlle diferenció a su gobierno de lo que era usual en la región: los vencidos no fueron humillados, perseguidos ni asesinados; se les tendió la mano para integrarlos a la modernización y hasta recibieron ayudas económicas. Algunas décadas atrás, todavía había viudas o hijas cobrando las pensiones de los “servidores de 1904”.
La bala del soldado Páez no solamente hirió de muerte en Masoller al hombre del poncho blanco, sino también a un modelo primitivo de sociedad y de país. En los años por venir, fue el comandante supremo de las fuerzas que integraba ese soldado anónimo quien impulsó la construcción de un país moderno y democrático, alejado de los caudillismos retardatarios que siguieron plagando a América Latina. La figura de Saravia el caudillo fue superada por la de Batlle el líder y a 120 años de Masoller, cabe preguntarse cuál habría sido el rumbo de Uruguay por un eventual triunfo de los revolucionarios o si la naranja del poder seguía partida.
El Partido Nacional estuvo dominado hasta bien entrado el siglo XX por los sectores conservadores, entre los cuales había elementos de un catolicismo reaccionario, lo que habría imposibilitado el desarrollo del Estado laico con sus iniciativas pioneras, como el divorcio. No es ningún secreto que Luis Alberto de Herrera -bisabuelo del presidente Lacalle Pou- vio inicialmente con buenos ojos a los regímenes totalitarios europeos, como el fascismo y el nazismo; su nieto y padre del actual mandatario, expresó en 1962 su admiración por el dictador español Francisco Franco; el golpe de Estado de 1933, realizado por el mandatario conservador colorado Gabriel Terra, (que marcó el comienzo de la deriva hacia la derecha del Partido Colorado, un proceso que culminó en los gobiernos de Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry, prólogos del golpe de Estado), tuvo el apoyo del herrerismo; en 1962, fue un gobierno blanco el que apoyó la expulsión de Cuba de la OEA y en 1964 rompió relaciones con la isla…Sólo a fines de esa década aparecieron las corrientes progresistas, con figuras como Wilson Ferreira Aldunate, Carlos Julio Pereyra y Héctor Gutiérrez Ruiz.
La influencia herrerista marcó al Partido Nacional con un fuerte anticomunismo, por lo cual es posible especular con la idea de que, en un Uruguay influido además por el caudillismo tradicionalista de Saravia, en el cual no se hubiese producido la profunda modernización promovida por José Batlle y Ordóñez, habría sido bastante más difícil el desarrollo de las fuerzas de izquierda como alternativa al bipartidismo. Así, se puede afirmar que en aquel 1° de setiembre de 1904 un soldado desconocido cambió la historia nacional.