En Tambores hay un grupo de ciudadanos chinos que trabajan para una empresa contratada por UTE. Los vemos todos los días: en la panadería, en los almacenes, caminando por las calles. Siempre con sus celulares en la mano, quizá hablando – en su idioma, tan ajeno y sonoro – con sus familias allá lejos, en China.

En algunos lugares del pueblo, su presencia provoca extrañeza. La barrera del idioma es profunda, y eso impide que sepamos casi nada de ellos: de qué región provienen, qué historias arrastran, qué cosas aman o extrañan, qué sueños traen consigo. En la panadería muestran la pantalla del celular con un traductor para pedir lo que necesitan. Intuyo que ese instante es el único momento de contacto real entre ellos y la comunidad.

Deben ser más de treinta. Van y vienen del campo en sus camionetas, trabajan con intensidad y, al atardecer, regresan a las tres o cuatro casas que han alquilado en el pueblo. Son fuertes, laboriosos. Los he visto levantar galpones en un solo día.

Algunos salen a correr por la tardecita, otros deambulan por el pueblo. Cuando pasan frente a mi casa, los saludo. Siempre devuelven el saludo con amabilidad.

He oído todo tipo de comentarios sobre ellos. Algunos cargados de desconocimiento. La distancia cultural no ayuda. A veces caen sobre ellos prejuicios o miradas desconfiadas. Pero también he visto gestos de curiosidad sincera. En cualquier caso, viven en una especie de neblina: una presencia constante que, sin embargo, permanece indescifrable para la mayoría.

El otro día, con Ana, mi compañera, nos preguntábamos qué pensarán ellos de nosotros. Ellos, que vienen de un país donde el Partido Comunista se jacta de haber erradicado la pobreza en una población de casi mil quinientos millones. Donde en las últimas décadas se han alfabetizado más de setecientos millones de personas, se han construido millones de viviendas, y cientos de millones han alcanzado niveles de vida comparables o superiores a los de Europa o Estados Unidos. En China, el Estado todavía regula a las empresas, no al revés, y la planificación a largo plazo es una bandera de orgullo nacional.

Pero ellos están aquí. Este pequeño grupo de trabajadores chinos, en este rincón del Uruguay profundo.

¿Qué verán cuando nos miran? Nosotros, que ya no sembramos quintas, que esperamos demasiado del Estado, que apenas conservamos oficios, que casi no hacemos artesanías, ni hacemos muchas fiestas o expresiones propias. Nosotros, con nuestras tierras concentradas en pocas manos, mientras muchos viven en la escasez, en el día a día, en la resignación.

Lo digo sin lamentos, porque la forma de vivir de este pueblo es propia de él, y vive según su propia construcción cultural. Hay cierta paz y algún tipo de orgullo por lo propio. Pero Tambores tiene el récord de no aplaudir a los artistas que vienen a dar espectáculos. Pocas veces lo hacen, y poca gente. ¿Lo habrán visto, también, ellos que disfrutan tanto de sus fiestas, desde una cultura de siglos y siglos?

A veces creo – y lo digo sin dramatizar – que deben sentir un poco de lástima por nosotros. No por arrogancia, sino porque traen consigo otra idea de comunidad, de trabajo, de horizonte. Vienen de un país del tamaño de un continente, en plena expansión. Sin dudas tienen una cultura milenaria que, desde su silencio, también nos observa.

Colaboración de Miguel Olivera Prietto. Es artista plástico, periodista. Vive en Tambores.