Por Horacio R. Brum
Ricardo Lagos, que gobernó Chile entre los años 2000 y 2006, gustaba de definirse como el primer presidente socialista después de Salvador Allende. Sin embargo, fue el inventor del modelo de concesiones viales, bajo el cual hoy es casi imposible circular por una carreteras del país sin pagar los peajes que recaudan varias empresas extranjeras, así como de la versión original del Crédito con Aval del Estado (CAE), mediante el que los bancos privados prestan dinero a los estudiantes universitarios para pagar los aranceles -en este país no existe la gratuidad en el sistema público de la educación superior-, y se generan deudas que pueden demorar hasta veinte años en ser saldadas. Los beneficios que entregó Lagos a la empresa privada fueron tales, que en 2005 el presidente del principal gremio de empresarios dijo en una conferencia internacional que “mis empresarios todos los aman…le tienen una tremenda admiración”. Asimismo, uno de los grandes magnates de los “shoppings” y las tiendas de departamentos, al hacer el balance del gobierno de Lagos expresó: “Me acuerdo muy bien de cuando llegó Ricardo Lagos al gobierno, todos pensábamos que podía pasar algo, pero no fue así. Lagos fue un maestro, entendía bien a los empresarios y a la gente que lo eligió”.
También en 2005, el presidente Lagos presentó con gran pompa y boato en el palacio de gobierno de La Moneda una “nueva Constitución”. Se suponía que el documento reemplazaba a la Constitución de 1980, creada por la dictadura de Pinochet, la cual daba el marco legal para el dominio del poder empresarial sobre la política y la economía, al poner el derecho de propiedad por sobre los derechos ciudadanos básicos, desde la gratuidad de la salud hasta la educación. En una negociación con la derecha, el mandatario quitó del texto constitucional las espinas más duras, como la institución de los senadores designados, que había dado a Pinochet el derecho, en su condición de comandante en jefe en retiro, a ocupar una banca en el Senado. Sin embargo, quedó intacto el articulado favorable a los intereses empresariales; la propiedad privada del agua, por ejemplo, está específicamente consagrada en la Constitución de Pinochet y así se ha mantenido hasta ahora.
Esa defensa constitucional de lo privado facilitó que la educación se convirtiera en una mercancía más y se deteriorara el sistema estatal, al punto de que actualmente hay más alumnos en la educación privada que en la pública; debilitó la planificación urbana en beneficio de la especulación inmobiliaria, con lo cual aumentó la ya alta segregación social en las ciudades; promovió la destrucción del bosque nativo, reemplazado por las plantaciones forestales, e hizo que las empresas de este rubro se convirtieran en los latifundistas más grandes del país; en general, creó numerosas amenazas al medio ambiente, cuyo peor ejemplo es Santiago, una de las capitales con la mayor contaminación atmosférica del mundo. La desprotección de los trabajadores y la eliminación del sistema estatal de seguridad social, también impuestos bajo el alero de la Constitución pinochetista, así como la creación de una sociedad de consumo basada en el crédito fácil, pero con bajos salarios, sirvieron para vender al mundo la imagen de una economía pujante y moderna, que más de un dirigente latinoamericano tomó por ejemplo.
Durante las tres décadas de la democracia, la derecha impenitentemente neoliberal, que había trabajado con la dictadura en la creación del modelo económico, sólo gobernó dos veces: en la presidencia actual del empresario Sebastián Piñera, y entre 2010 y 2014, con el mismo mandatario. En todos los demás períodos el poder fue ejercido por una coalición en la que predominaban el partido Socialista, la Democracia Cristiana y el Partido por la Democracia, creación de Ricardo Lagos. Incluso el partido Comunista transó con esa coalición, para poder llegar al Parlamento en el año 2009.
Lo más peculiar de esa alianza es que incluyó a víctimas y victimarios, porque la Democracia Cristiana fue cómplice pasivo del golpe de 1973, e inicialmente justificó la dictadura en los foros internacionales. En cuanto al socialismo, los líderes que habían pasado exilios dorados en Europa, con una participación mínima en la resistencia al régimen militar, se declararon “renovados” y abjuraron del marxismo. El dirigente histórico Carlos Altamirano, quien, con su discurso revolucionario inflamatorio, dio el pretexto a los militares para derrocar a Salvador Allende, regresó al país para llevar una discreta y tranquila vida de intelectual, hasta su muerte en 2019; otros de pasado revolucionario, como el ex ministro de Hacienda de Allende Fernando Flores, que se volvió un próspero empresario en los Estados Unidos, o Enrique Correa -ministro vocero del primer gobierno de la democracia y hoy asesor de lobby para grandes empresas-, se convirtieron al capitalismo sin sentir culpas por los tantos izquierdistas de las bases que fueron torturados, desaparecidos u obligados a vivir en el exilio con lo mínimo.
Muchos de esos personajes participan de lo que en Chile se denomina “la puerta giratoria”: al dejar el gobierno, pasan casi directamente a los directorios de las principales empresas, en especial las administradoras de fondos de pensiones o las que usufructúan las concesiones de las obras públicas, donde comparten intereses con las figuras más conspicuas de la derecha. También están en el negocio de la educación privada, como rectores, catedráticos o integrantes de las sociedades propietarias de colegios y universidades. Por otra parte, en los últimos tiempos varios de ellos, junto a políticos de todos los signos, han quedado envueltos en escándalos de fraudes tributarios organizados por las empresas, precisamente para financiar a políticos.
Así, la clase política chilena se fue deshaciendo de todo ropaje de la izquierda tradicional y se vistió de progresismo, aunque conservó las etiquetas ideológicas, al mismo tiempo que perdía contacto con la realidad de los ciudadanos. Entretanto, la gente desencantada se fue uniendo a organizaciones y movimientos que tratan de defender sus derechos, pero alejados de la política. El proceso de resistencia masiva lo iniciaron los jóvenes hace más de diez años, cuando los estudiantes de secundaria salieron a las calles en reclamo de la educación gratuita y de calidad. Más adelante lo hicieron los universitarios; hubo protestas por asuntos regionales; en el sur se generalizó el activismo indígena, y cobró fuerza el reclamo por acabar con el sistema privado de jubilaciones, notorio por dar bajas pensiones, pero proporcionar una fuente de financiamiento barato para las grandes empresas. Los valores históricos de la izquierda fueron reapareciendo en ese ambiente y tomaron forma política sobre todo en el Frente Amplio, una coalición que se originó en las protestas universitarias de 2011 y se inspiró en la épica de los primeros tiempos del FA uruguayo.
Los políticos tradicionales siguieron sin responder a las señales de la gente hasta que el alzamiento popular de octubre de 2019 los obligó a iniciar el proceso de cambio del orden socioeconómico creado en el marco de la Constitución pinochetista. En la segunda etapa de ese proceso, que fue la elección de la Convención Constitucional, el 15 y el 16 de mayo, quedó claro que los chilenos rechazan tanto a la derecha como al progresismo que se apartó de la izquierda, porque no más de un tercio de los constituyentes electos está alineado con los partidos que hasta ahora gobernaron. El grupo mayoritario lo componen los independientes, muchos provenientes de las organizaciones populares, y más de la mitad de él corresponde a la Lista del Pueblo, un movimiento alternativo con fuertes rasgos antisistema.
En conclusión, se podría afirmar que el futuro de Chile está por primera vez en directamente en manos de la ciudadanía (porque incluso la llegada de Salvador Allende a la presidencia fue fruto de cabildeos políticos, ya que obtuvo menos del 37% de los votos y su asunción fue negociada con la Democracia Cristiana) y este país es un buen ejemplo de lo que sucede cuando la izquierda que llega al gobierno termina volviéndose simple progresismo. ¿Lecciones para Uruguay?
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La gran mentira de Ricardo Lagos y el progresismo.