Por Horacio R. Brum.

 

Una respuesta a la pregunta: ¿Qué fue la Defensa de Paysandú?

“La defensa de Paysandú fue un episodio de la Guerra Grande, un conflicto entre Uruguay y Paraguay. En 1864, las fuerzas blancas y coloradas de Uruguay lucharon contra las fuerzas brasileñas e imperiales de Paraguay. En diciembre de ese año, los paraguayos sitiaron la ciudad uruguaya de Paysandú. Durante seis semanas, las fuerzas uruguayas resistieron el asedio y sostuvieron una feroz defensa contra las fuerzas paraguayas, que superaban en número a los defensores en una proporción de diez a uno. Finalmente, en enero de 1865, las fuerzas uruguayas se rindieron ante los paraguayos. Fue una de las batallas más sangrientas de la Guerra Grande, con un gran número de bajas de ambos lados”.

Ejemplo de un comentario sobre la frase “La inmortalidad del cangrejo”:

“La inmortalidad del cangrejo es una cuestión científica que ha sido objeto de investigación durante muchos años… En resumen, la inmortalidad del cangrejo sigue siendo un misterio por resolver. Si bien hay evidencia de que los cangrejos son resistentes a las enfermedades, capaces de regenerar sus cuerpos y tienen una larga vida útil, todavía no hay evidencia concluyente que sugiera que son inmortales. Sin embargo, los cangrejos son un recordatorio interesante de la increíble resistencia y regeneración que existe en la naturaleza, y nos brindan una oportunidad para reflexionar sobre la vida y la muerte en todos los seres vivos”.

A menos que sean de una ignorancia supina, no habrá muchos sanduceros que se traguen esa versión llena de errores del episodio más heroico en la historia de nuestra ciudad; en cuanto a la inmortalidad del cangrejo, sólo alguien con muy escaso sentido del humor puede interpretar de esa manera una frase que se refiere a hablar por hablar, o hablar tonteras. Sin embargo, ambas son respuestas muy serias de lo que se aclama como el artilugio más asombroso de las tecnologías de la información: el Chatbot de la Inteligencia Artificial. Abriendo un enlace de Internet como: chat-gpt.org/chat, es posible preguntar qué fue la Defensa de Paysandú o qué quiere decir “la inmortalidad del cangrejo” y el sesudo ingenio entregará las -a su entender-, mejores respuestas, después de haber consultado miles o millones de datos en todo el planeta. Este es parte de la Inteligencia Artificial (IA), una etapa del desarrollo de la información en línea que está provocando temores y debates sobre sus efectos en las sociedades.

Si las teorías de la evolución son correctas, dentro de cientos de miles, o millones de años, los seres humanos tendrán dos pulgares hiperdesarrollados, los demás dedos de la mano estarán casi fundidos en forma de paleta, las vértebras cervicales se habrán solidificado para mantener la cabeza doblada hacia abajo en un ángulo de por lo menos treinta grados, la vista apenas alcanzará para mirar una pantalla pequeña y el aparato auditivo solamente funcionará con sonidos altos. De lo que hoy es un ser humano normal, esta criatura habrá evolucionado para adaptarse al uso constante y adictivo del teléfono celular y los demás aparatos que nos crean la ilusión de estar permanentemente informados y de ayudarnos en todo tipo de tareas y trabajos. Si el viejo Darwin, que elaboró la teoría más revolucionaria en la historia de la Humanidad escribiendo a mano en unos cuadernos de notas, tiene razón, esas serán las criaturas producto del universo digital que está alterando nuestros cuerpos y cerebros.

Según muchos neurólogos, el uso permanente de las herramientas digitales afecta las conexiones neuronales, lo cual hace que el cerebro tenga tiempos de procesamiento más breves y períodos de sostenimiento de la atención más acotados, que a su vez alteran la forma de procesar la información para la resolución de problemas, la toma de decisiones y el pensamiento en general. Por eso, en los niños y los adolescentes el dominio de lo digital sobre su vida diaria repercute en su desarrollo y se convierte en un problema cuando interfiere con las relaciones personales directas. No es lo mismo establecer vínculos a través del celular o la computadora, que reunirse a jugar en una plaza o participar en grupos de actividades deportivas, y como dijo una vez la madre de quien esto escribe, con la sabiduría de su vejez: “Para qué quiero ver a la gente en una pantalla, si no puedo abrazarla”…

Michel Desmurget es un investigador en neurociencias del Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia, que ha escrito La fábrica de cretinos digitales, una obra en la que analiza críticamente el entusiasmo desmedido por el empleo de las herramientas digitales en la educación. Desmurget habla de la complicidad entre los empresarios de la tecnología digital, muchos científicos y gobiernos, así como el periodismo, para convencernos de que se está creando un nuevo mundo de porvenir brillante. “Es toda una proeza seguir haciendo creer a los ciudadanos que las tabletas, la televisión, los teléfonos inteligentes, las computadoras, los videojuegos y otros divertimentos similares tienen efectos globalmente positivos sobre el desarrollo de los niños, a pesar de que montones y montones de estudios científicos coinciden en demostrar lo contrario” expresa el neurólogo francés. En lo que puede ser una advertencia para Uruguay y su plan Ceibal, el autor de La fábrica… sostiene, con ejemplos bien documentados, que no hay pruebas concluyentes de que el empleo de las computadoras en la educación mejore el rendimiento: “…cuanto más invierten los países en tecnologías de la información y la comunicación…aplicadas a la educación, más baja el rendimiento de los estudiantes”.

Michel Desmurget no es un enemigo de las tecnologías digitales, sino que advierte sobre los riesgos de su uso descontrolado, especialmente por los niños, y lo cierto es que basta mirar alrededor para observar cómo las personas de todas las edades están entregando su vida a los teléfonos “inteligentes”, símbolos por excelencia del desarrollo de las tecnologías digitales de la información y la comunicación, y a aparatos que se supone deben facilitarnos la vida. Dos anécdotas ilustrativas: Chile, comprimido entre el Pacífico y los Andes, es un país donde orientarse geográficamente es fácil; al este está siempre la cordillera andina y al oeste, antes de la costa del mar, una cadena de cerros forma la Cordillera de la Costa. Conversando con un amigo chileno sobre algo que está al noreste de Santiago (mientras estábamos a plena vista del Aconcagua, la montaña más alta de los Andes), él debió usar el celular para determinar los puntos cardinales. Otra: una amiga alemana pagó más de 1000 dólares por un programa para la computadora de orientación de su auto (GPS), que supuestamente le permite ubicarse en cualquier parte de Europa. Un día cruzamos de Alemania a Francia siguiendo las instrucciones del “aparatito” y la conductora se perdió, porque el GPS no había previsto que ese día se estaban realizando unos trabajos en la autopista y por consiguiente, tuvo dificultades para trazar la ruta alternativa.

Mis amigos de Chile y Alemania perdieron la capacidad básica de orientarse sin “muletas electrónicas”; ¿cuántas personas ya no saben orientarse en la ciudad sin recurrir a Google Maps?; ¿cuántos llevan registros en papel de datos personales importantes, en vez de almacenarlos en el celular, dejándolos a disposición de las multinacionales de las tecnologías de la información o del ladrón que robe el teléfono?; ¿quién tiene en cuenta que, cada vez que leemos algo en Google estamos beneficiando económicamente a los propietarios de esa empresa y privando de los derechos de autor a un periodista, un científico o un escritor? Y si de educación se trata, ¿cuántos estudiantes pueden hacer operaciones con números de más de tres cifras, sin emplear una calculadora?; ¿cuántos son capaces de escribir un ensayo son recurrir a Wikipedia?, ¿cuántos plagian trabajos de Internet y los presentan como propios?

A esas preguntas habría que agregar que las tecnologías digitales, empleadas en las llamadas “empresas de plataforma”, están precarizando el trabajo como nunca antes. Ya lo dijo Lula Da Silva, al poco tiempo de asumir la presidencia: “Las empresas de aplicaciones digitales explotan a los trabajadores como jamás en la historia los trabajadores fueron explotados”. Uber, Pedidos Ya, Rappi y tantas otras se cotizan en miles de millones de dólares en las Bolsas, pero pagan a los trabajadores unos pocos dólares y niegan tener relaciones contractuales con ellos, para evadir las cargas sociales. Además, suelen estar radicadas en paraísos fiscales y movilizan todos sus recursos contra los gobiernos que quieren regular su actividad.

Las redes sociales, verdaderas cloacas de la información, también entran en lo que a estas alturas se podría definir como la locura digital que envuelve al mundo. Por ellas se fomentan los odios y los extremismos, el periodismo pierde rigor y objetividad al emplearlas como fuentes válidas, y refuerzan el aislamiento de las personas en grupos de un mismo pensamiento, lo que atenta contra la diversidad de ideas y el intercambio civilizado de opiniones, esenciales para la democracia. En cuanto a esta última, el uso indiscriminado y acrítico de las tecnologías digitales de la información está entregando a un pequeño grupo de individuos, los dueños de Twitter, Facebook, Google y similares, un poder que haría la envidia de Adolf Hitler y su ministro de propaganda, Joseph Goebbels. No es necesario que Vladimir Putin desate la guerra nuclear; algún día, uno de esos imbéciles talentosos conocidos como hackers se pondrá a jugar con los programas del Pentágono o del Kremlin y apretará el botón equivocado.

 

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