Por Horacio R. Brum
Algunos uruguayos -o demasiados-, se fueron del país porque temían por sus vidas; muchos salieron en busca de un futuro mejor cuando los gobiernos que escribieron el prólogo de la dictadura y el régimen militar mismo sembraron la decadencia y la miseria; otros, no muy conscientes del sufrimiento de tantos compatriotas, nos fuimos para, como dicen los italianos, ver qué hay más allá del horizonte que se distingue desde el campanario de la aldea. Hubo otros uruguayos que salieron echando maldiciones contra el terruño, para lavar platos y limpiar baños, pero pagados en dólares, en sociedades donde nunca serán otra cosa que extranjeros, aunque ellos se crean suecos, estadounidenses, ingleses o vaya a saber qué.
A estos últimos les importa un pepino el futuro de este pequeño rincón de América del Sur y si vuelven ocasionalmente, es para contar sólo lo bueno de su vida afuera. Los demás, aunque hayamos pasado décadas en otras patrias, mantenemos algo así como un cordón umbilical, que hace que nos emocionemos con aquel “¡Orientales, la patria o la tumba!” que apenas entonábamos en los actos escolares; que aunque no nos guste el fútbol, vibremos con la presencia de la Celeste en los mundiales; que si ser tangueros, sepamos que La Cumparsita es nuestra y no de los argentinos. Cuando volvemos, es para tomar mate en la Rambla montevideana o para maravillarnos con los atardeceres del río Uruguay; para compartir abrazos como en otras partes no los saben dar; para disfrutar con el gusto a infancia del helado sándwich de Conaprole y también para llenar la valija con libros. Por todo eso y muchísimo más, nos interesa lo que sucede a diario aquí y quisiéramos poder opinar con ese instrumento tan republicano que es el voto, estemos donde estemos. Sin embargo, el 25 de octubre de 2009, 862.454 habitantes de esta tierra que también es nuestra (menos del 38% del padrón electoral de esa época), se pronunciaron sobre la posibilidad del voto en el extranjero y el 63% dio un contundente No.
Más de la mitad de las democracias del mundo permiten alguna forma de sufragio para sus ciudadanos residentes en el exterior y Uruguay es uno del puñado de naciones latinoamericanas donde ese derecho les es negado. Además, tiene el “campeonato sudamericano” negativo: Colombia (pionero, en 1961), Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, Brasil, Paraguay y Argentina hacen de sus consulados locales de votación en tiempos de elecciones, a veces solamente para las presidenciales.
Aunque ya andaba por ahí, en 1984 pude venir a votar por la esperanza de volver a la democracia y en 1989 creí que podía ayudar con mi papeleta a derogar aquella mal disimulada amnistía para los militares violadores de los derechos humanos, que tuvo y sigue teniendo el nombre pomposamente eufemístico de “Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado”. La vida y la profesión periodística determinaron que de allí en adelante se me hiciera difícil viajar desde el otro lado del mundo sólo para votar; si en vez de estar a 12.000 kilómetros de distancia, la urna hubiese estado en el consulado uruguayo en Londres, tal vez habría estado entre los primeros en la fila de sufragantes.
Unos cuantos años después, cuando volar de Chile, mi nuevo país de residencia, a Uruguay, era más fácil, la burocracia de la Junta Electoral tampoco me permitió renovar la credencial vencida, porque la renovación demoraba más que los días que yo podía estar en el país. El trámite de un documento anacrónico (porque en casi todo el mundo se vota con la cédula y, en el caso extremo de los Estados Unidos, con cualquier documentación que acredite la identidad), nuevamente me privó de tener parte en el futuro de mi patria. No deja de ser irónico que, sin tener la ciudadanía chilena, allá voté en elecciones nacionales, municipales y en plebiscitos constitucionales. Ahora residente en Argentina, una vez más no me dieron los tiempos para renovar la credencial y miro, “con la ñata contra el vidrio”, como dice el tango, lo que pasa al otro lado del Río de la Plata.
Más de medio millón de uruguayos andamos por ahí. Una cantidad suficiente para influir en cualquier resultado electoral, a la que solamente el Frente Amplio ha dedicado atención, con varios proyectos para el voto en el extranjero que no fructificaron. Si el progresismo pudo gobernar 15 años sin tener nuestros votos, ¿qué temor hace que los otros partidos no se preocupen por dar el sufragio a los compatriotas que estamos fuera de las fronteras? Más inexplicable aún es la actitud de aquellos conciudadanos que en 2009 nos negaron un derecho elemental. Alguien me dijo una vez que Uruguay es una sociedad conservadora, disfrazada de liberal; ¿puede ser esa una explicación de por qué no nos quieren dejar votar? Gane quien gane en la próxima segunda vuelta, tendrá el deber de demostrarnos a los uruguayos “de afuera” que esta patria de los que están aquí y de los que están allá realmente merece la calificación que le dan internacionalmente de ser la mejor democracia de América Latina.