En el norte es más pronunciada la exclusión. La descentralización es fundamental para el desarrollo del individuo y las comunidades.

Por Miguel Ángel Olivera Prietto

(Escritor, plástico y periodista)

La cultura es un pilar fundamental en la defensa de los derechos y en la comprensión de los procesos políticos, tanto a nivel local como global. Sin embargo, la mayoría de los políticos no parecen comprender la magnitud de su impacto. Para muchos de ellos, basta con organizar concursos, otorgar subsidios o realizar eventos culturales para cumplir con la cuota cultural de la población. Esta visión limitada reduce el acceso a la cultura a lo que ya existe, que en muchos casos es insuficiente.

Las instituciones que deben lograr la participación cultural del pueblo, suelen chocar con las necesidades y realidades de los verdaderos creadores: artistas, escritores, músicos y actores, que ven cómo sus procesos creativos son malinterpretados o ignorados. El arte no es solo un entretenimiento; es un medio de enseñanza, de transformación y de elevación social. Pero para que esto se concrete, es imprescindible que el proceso cultural comience desde la infancia y la adolescencia, involucrando instituciones sociales, centros sociales, clubes, escuelas, intendencias y municipios en distintas localidades del país.

En los períodos de gobierno de izquierda en Uruguay, se promovieron planes culturales nacionales con el objetivo de descentralizar la cultura y hacerla accesible a todos. La Semana del Patrimonio, por ejemplo, ha sido una gran oportunidad para que los pueblos exploren sus raíces. Si bien esta iniciativa del Ministerio de Cultura se encuadra en los proyectos insuficientes, porque no desarrolla agentes culturales, estos planes a menudo fueron boicoteados por intendencias de partidos opositores, que los redujeron a eventos locales sin mayor trascendencia. En el norte del país, donde la lejanía y el centralismo político y cultural han dejado profundas huellas, esta realidad se hace aún más evidente. A pesar de la expansión de la Universidad en varias localidades del interior, los gobiernos departamentales no han aprovechado su potencial para fortalecer el desarrollo cultural.

El crecimiento cultural debe tener su foco en la creación de agentes culturales desde la niñez. La formación en arte y el acceso a espacios de expresión favorecen el desarrollo de valores esenciales para la convivencia. La creación artística y su apreciación estimulan la sensibilidad, la empatía y el pensamiento crítico, fortaleciendo a las sociedades desde su base.

Los efectos de la ausencia de un proyecto cultural integral se evidencian en fenómenos alarmantes, como el suicidio de tres jóvenes en Tambores en el último año. La desesperanza es una amenaza para el presente y futuro de la juventud, y los pueblos no pueden permanecer ajenos a esta realidad. Cada localidad debería contar con una red de talleres y espacios de aprendizaje que permitan a los jóvenes integrarse a la sociedad con mayor vigor, descubriendo su libertad y potencial.

El escritor y lingüista Noam Chomsky ha señalado que la marginalización de ciertas poblaciones no es un error del sistema, sino parte de su diseño. En los pueblos del interior uruguayo, esto se manifiesta en múltiples formas: falta de acceso a educación terciaria, ausencia de centros culturales, empleo informal sin derechos laborales y una migración forzada que empuja a los jóvenes a buscar futuro lejos de su tierra.

La educación, como señalaba Paulo Freire, debería ser una herramienta para la liberación, pero en estos lugares se convierte en una puerta de salida: quien puede estudiar, se va. Esto genera un ciclo donde la falta de formación refuerza la exclusión y la dependencia de economías precarias.

El filósofo y teólogo Leonardo Boff ha denunciado en múltiples ocasiones cómo el silencio es cómplice de la injusticia. En los pueblos del interior, este silencio se traduce en resignación. ¿Quién denuncia las condiciones de trabajo en negro de los peones rurales o los empleados de comercios locales? ¿Quién exige justicia por los crímenes que quedan impunes? ¿Quién se atreve a hablar sobre el machismo, la violencia doméstica o los abusos que muchas mujeres sufren en comunidades cerradas?

El miedo y la costumbre crean un cerco que impide el cambio. Como señalaba Eduardo Galeano, «los nadies» quedan fuera del relato oficial, invisibles en las estadísticas y ausentes en los discursos políticos. La cultura del silencio no es solo la falta de palabras, sino la falta de acciones concretas que enfrenten el poder local y la indiferencia del Estado.

Sin una intervención del Estado en la formación de los jóvenes, estos continuarán atrapados en la inercia digital y la fragmentación social. Es responsabilidad de las políticas públicas ofrecerles alternativas que los alejen de la superficialidad del individualismo extremo y les muestren la riqueza del pensamiento crítico y colectivo.

El pensamiento conservador, que encierra a las sociedades en tradiciones inflexibles y banaliza la cultura, impide el desarrollo del espíritu crítico y facilita la manipulación de la población. Ejemplos como los de Javier Milei en Argentina o Donald Trump en Estados Unidos demuestran cómo el discurso de derecha promueve el egoísmo y el desapego por la comunidad, reduciendo la nación a un concepto territorial y despojándola de su sentido colectivo. Como bien lo señaló Octavio Paz: «El nacionalismo es una paranoia colectiva. Aísla y ciega».

Esta forma de ver el mundo encierra un matiz de fascismo, una negación del derecho a la palabra y del crecimiento comunitario. La historia ha demostrado que sin espacios para la reflexión y el diálogo, las sociedades se sumergen en la ignorancia y la intolerancia.

A pesar de este panorama, en muchos de estos pueblos existen personas que resisten, que creen en la cultura como herramienta de cambio. Talleres de arte, bibliotecas comunitarias, pequeñas radios locales y colectivos ciudadanos intentan generar espacios de expresión y debate. Sin embargo, estas iniciativas suelen recibir poco o ningún apoyo institucional y dependen del esfuerzo individual.

El desafío es construir una cultura que no solo refleje las tradiciones, sino que también abra caminos hacia el futuro. Como afirmaba Borges, «la cultura es universal o no es nada». Aislar a los pueblos de la circulación de ideas, del arte y del pensamiento crítico, es condenarlos a un eterno estancamiento.

Paulo Freire decía que «nadie se libera solo, los hombres se liberan en comunión». La pregunta es: ¿estamos dispuestos a romper el silencio y reclamar el derecho a la cultura y la dignidad en cada rincón del país?

Es urgente una visión política que entienda la cultura como un derecho humano y un motor de transformación social. Apostar a la cultura es apostar al pensamiento libre, a la creatividad y a la construcción de sociedades más justas y humanas.

El problema de los pueblos del norte de Uruguay no es la falta de potencial, sino la falta de oportunidades y la complicidad de un sistema que perpetúa las desigualdades. La educación, la cultura y la organización comunitaria pueden romper este círculo, pero solo si se enfrenta el miedo a hablar y hacer.