Por Horacio R. Brum

Ocho de cada diez habitantes del país son extranjeros sin libertad de movimientos, porque los empleadores retienen los documentos de los trabajadores; un extranjero residente no puede salir del país sin la autorización de un patrocinador o empleador y no tiene derecho a la ciudadanía; las mujeres necesitan el permiso de los hombres para trámites tan simples como sacar la licencia de conducir y no tienen la tutela de los hijos, incluso si se divorcian; las manifestaciones de amor en público se consideran una inmoralidad y las relaciones homosexuales son castigadas con azotes, cárcel o la muerte, al igual que el adulterio de parte de la mujer; no existe la separación de poderes y el jefe del estado maneja a discreción los caudales públicos; recién en 2021 se realizaron elecciones para un cuerpo legislativo, que sólo tiene atribuciones para aconsejar al titular del gobierno.

Por bastante menos que eso, desde Washington y las otras capitales que imponen al mundo la corrección política se apuntan dedos acusadores contra Venezuela o Nicaragua. Sólo cuando Putin tuvo la pésima idea de invadir Ucrania, los gobiernos de las grandes potencias organizaron un bloqueo de Rusia no visto ni siquiera en los peores tiempos de la Guerra Fría. Antes, los oligarcas rusos se paseaban por Europa con sus enormes yates y gordas billeteras y la corrupción de Moscú no daba más que para algunos reportajes y declaraciones más o menos enérgicas, mientras la muerte rondaba o alcanzaba a los periodistas e intelectuales rusos opositores. Y ahora vamos todos a Qatar, el país de las mujeres reprimidas, de las penas brutales, de la familia autocrática que es dueña del tesoro nacional y de los extranjeros sin derechos. Lo que pasa es que “la pelota no se mancha”, como dijo alguna vez el más tramposo de los ídolos del fútbol, el dueño de la mano de Dios, que manchó su vida con todos los tonos oscuros, hasta morir destruido por el alcohol y las drogas.

El Mundial Veneno, como lo ha denominado en su columna del diario La Nación Ezequiel Fernández Moores -uno de los pocos periodistas deportivos argentinos con una visión crítica del mundo del fútbol- pasará a la historia como el campeonato de los corruptos y confirmará aquello de que el fútbol profesional, no la religión, es el opio de los pueblos. Una droga que nubla todo sentido de la ética y la solidaridad y hace que la vista de las masas se concentre en el rodar de la pelota, sin ver la barbarie y el dolor que puedan imperar más allá de las murallas del estadio o de las pantallas de los televisores. Las masas que aplaudieron al emir de Qatar y sus socios de la FIFA en la fastuosa ceremonia inaugural del estadio Al Bayt  son las mismas que en 1978 aplaudieron en Buenos Aires al dictador Videla y la junta militar y celebraron el dudoso triunfo de la selección argentina (¿alguna vez se investigó a fondo lo de las coimas a los jugadores de Perú?), con el trasfondo de los torturados y desaparecidos; son las que cuatro años después vivaron a Galtieri y los invasores de las Malvinas y miraron la guerra por televisión, con el mismo interés con el que miraron los partidos de España ’82, cuando todavía se estaban enterrando los muertos en el helado suelo de las islas; también son las que en 2018 repletaron los estadios de la Rusia donde Vladimir Putin ya era un autócrata antidemocrático, que cuatro años atrás había invadido Crimea, sembrando el germen de la actual guerra de Ucrania. Entre esas masas, cual hechicero hipnotizador, se mueve la FIFA, probablemente el organismo menos transparente de los que rigen los deportes mundiales, que hincha sus cofres con dólares bien habidos y mal habidos; la distinción no importa mucho. Gracias a Qatar, esos cofres recibirán unos 6400 millones de dólares; un excelente rendimiento de los sobornos de 1,5 millones ofrecidos a cada delegado en la FIFA de las federaciones africanas por un emisario del ahora país anfitrión o de los sobres con US$ 40.000 repartidos en una reunión de la Concacaf (la asociación de las federaciones centroamericanas y caribeñas) por el otrora vicepresidente del organismo dueño del fútbol mundial Jack Warner, para que los centroamericanos se plegaran a la maniobra qatarí. Hoy requerido por la justicia de Estados Unidos, Warner fue procesado en Gran Bretaña por recibir más de un millón de la divisa verde para apoyar a Qatar y al parecer también cobró su parte por respaldar la postulación rusa para el mundial de 2018. Además, fue una de las figuras centrales del FIFAgate, que estalló en 2015 y arrastró a varios dirigentes latinoamericanos.

Joseph Blatter todavía estaba en el trono cuando sucedió todo eso y pudo haber asumido la figura judicial del “arrepentido”, delator de sus socios de fechorías para salvar la cabeza. Tal vez no lo hizo, pero lo cierto es que el entonces mandamás del fútbol salió limpio de varios juicios y ya en 2021 había dicho al diario francés Le Monde que el éxito de la candidatura de Qatar al Mundial se debió a un arreglo entre Michel Platini, vicepresidente de la FIFA y presidente de la asociación de federaciones europeas (UEFA), el príncipe heredero qatarí y el mandatario francés Nicolas Sarkozy. La UEFA votó por Qatar y seis meses más tarde, “Qatar compró aviones de combate a Francia por valor de 14,6 millones de dólares. Era por supuesto un asunto de dinero”, dijo Blatter hace unos días a un periódico suizo, y agregó que siempre estuvo convencido de que era un error dar la sede del campeonato al país del Golfo Pérsico.

“Por favor, no permitan que el fútbol sea involucrado en cualquier disputa ideológica o política que exista”. Esta es otra versión de “la pelota no se ensucia”, contenida en una nota que Gianni Infantino, el presidente de la FIFA, dirigió a las federaciones del mundo. Por otra parte, su discurso inaugural del campeonato fue una tirada contra todas las críticas, aunque a lo mejor reflejó la ira porque el semanario suizo SonntagsBlick le descubrió su juego: en un hecho sin precedentes para los mundiales ni para los directivos de la FIFA, Infantino se mudó a Qatar en octubre de 2021, con su familia.

La pelota está sucia hace rato, desde que el fútbol se convirtió en uno de los negocios más rentables del mundo, que además es para las masas “magia negra, hipnosis … una alquimia de fanatismo y ceguera, que es capaz de convertir a la gente en estúpida. No para la vida entera, pero sí para lo suficiente”, como lo escribió el comentarista chileno del diario El Mercurio, Antonio Martínez. En esta ocasión, lo suficiente es un mes, durante el cual a nadie le importará, por ejemplo, que los gobiernos europeos miren para otro lado respecto de los atropellos a los derechos humanos, porque Qatar es dueño de enormes yacimientos de gas natural, muy necesarios para compensar la pérdida del suministro ruso a causa de la guerra de Ucrania. Más cerca de casa, el gobierno argentino espera tener un poco de aire para la asfixia económica; al preguntársele en un programa de radio si prefería bajar la inflación o que la Selección gane el Mundial, la ministra de Trabajo Raquel Olmos afirmó: “Después seguimos trabajando con la inflación, pero primero que gane Argentina”.  Y en casa, mejor que nos vayamos olvidando del Mundial 2030. A FIFA no le importa la Historia, sino la chequera y se dice que ya está postulando para ser sede Arabia Saudita, otro feudo árabe que necesita lavar su imagen. Por estos lados no tenemos billeteras rebosantes de dólares, tampoco hay petróleo y, afortunadamente, no tenemos la cultura de las coimas.

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Messi, gurú y salvador, según La Nación.

 

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