Por Horacio R. Brum

Hace unos días, durante el desalojo del terreno ocupado por un grupo indigenista en las inmediaciones de Bariloche, una de las mujeres arrestadas le gritó a un funcionario: “¡Ustedes bajaron de los barcos!”. La frase, que ya había provocado una de las tantas polémicas argentinas cuando fue mal empleada por el presidente Alberto Fernández, es usada como insulto por los que pretenden ser integrantes de los pueblos indígenas y por lo tanto, estar por sobre el resto de la población en cuanto a derechos y beneficios entregados por el Estado. Fernández empleó esos términos en una reunión con el presidente del gobierno español para tratar de decir que Argentina es culturalmente muy próxima a Europa, pero le agregó de su cosecha que “los mexicanos salieron de los indios y los brasileños salieron de la selva”, con lo cual agregó otro lío de alcance regional a los que ya tiene.

Lo cierto es que tales palabras surgieron de una broma entre intelectuales y fue el escritor mexicano Carlos Fuentes quien durante muchos años expresó jocosamente la idea de que los argentinos son “descendientes de los barcos”. En el prólogo de Los cinco soles de México, una compilación de ensayos y otros textos, Fuentes narró la anécdota que dio origen a la expresión. Al parecer, cuando conversó con el novelista argentino Martín Caparrós sobre la diversidad cultural latinoamericana, este le dijo en chiste que: “Los mexicanos descienden de los aztecas; los argentinos descendimos de los barcos”. Caparrós quiso describir así la profundidad de las raíces culturales mexicanas y el lazo con Europa de la cultura argentina, establecido por la gran corriente migratoria.

Desde el Río Bravo, frontera con esa cultura del Norte que ya José Enrique Rodó criticaba por su materialismo y falta de espiritualidad, hasta la Tierra del Fuego, los que “bajaron de los barcos”, de Cristóbal Colón en adelante, crearon esa entidad cultural única en el mundo que es América Latina y en la cual, más allá de los conflictos y los sufrimientos, están incluidos los pueblos indígenas. Con el español y el portugués, los que bajaron de los barcos nos dieron el idioma como elemento unificador y para muchos, también la religión; establecieron instituciones que permitieron el desarrollo de las democracias republicanas, las que, a pesar de todas sus imperfecciones, siguen siendo preferibles a cualquier otra forma de gobierno; difundieron la educación, inextricablemente unida a las nociones de progreso y evolución del pensamiento y en fin, pusieron en la senda de la modernidad a una región que de otra manera habría permanecido encadenada a los tribalismos y las visiones mágicas del cosmos.

Son numerosos los eufemismos que se han inventado en esta época de “corrección política” (un concepto impuesto desde el Norte desarrollado), para evitar hablar del 12 de Octubre como el día del Descubrimiento de América. Sin embargo, es posible afirmar que el continente fue descubierto para el mundo -no por Colón, quien sólo en sus últimas exploraciones intuyó que no estaba en las tierras asiáticas que quiso alcanzar-, porque hasta 1492 los grandes intercambios culturales y económicos que dieron forma al mundo moderno se realizaban únicamente en las masas continentales de Asia, África y Europa. Por otra parte, no se puede desconocer ni ocultar el precio en dolor y sufrimientos de todo tipo que la llegada de los europeos cobró a los indígenas americanos, pero en países como Chile, Argentina o Uruguay, donde el mestizaje y las masacres fueron por un camino común, son muy pocos quienes pueden reclamar la descendencia directa de las víctimas. El reciente fracaso del proyecto de Constitución chileno, con el cual se pretendía cobrar deudas históricas, al dar a los pueblos indígenas un virtual control de muchos aspectos de la vida nacional, dejó en claro la diferencia entre los indigenistas radicales y los ciudadanos que están orgullosos de sus raíces, pero no quieren ser vistos como privilegiados entre sus compatriotas. Cuando se realizó el primer plebiscito, sobre la idea de redactar una nueva Constitución mediante una Convención Constitucional, solamente el 23% de los votantes registrados como indígenas sufragó para llenar las 17 bancas reservadas para los once pueblos originarios. En las votaciones de setiembre, para aprobar o rechazar el proyecto elaborado por esa Convención, los porcentajes más altos de la opción Rechazo (entre el 80 y el 90 por ciento) se dieron en las comunas con mayor porcentaje de población identificada como indígena.

Los indigenistas radicales chilenos trataron a esos votantes de ignorantes y “yanaconas”, un epíteto que proviene del nombre de los nativos que colaboraban con la ocupación de territorios por parte del imperio inca. Sin embargo, los así criticados manifestaron en los medios de comunicación no querer un Chile con divisiones territoriales e ideas pretéritas de la vida indígena; aunque tienen en cuenta las injusticias y el racismo de tiempos no muy lejanos, prefieren no quedar anclados por la Historia. Por otra parte, muchos de ellos son agricultores, emprendedores y pequeños empresarios turísticos, perjudicados por el terrorismo de unos grupos que, probablemente en vinculación con sectores argentinos, atacan en el sur todos los símbolos de la sociedad “blanca”, ya sean instalaciones de empresas forestales, capillas, escuelas, comisarías o complejos de vacaciones, y pretenden crear un mítico territorio mapuche, denominado Wallmapu.

Paradojalmente, gran parte de los integrantes de esos grupos son hijos de la modernización de la sociedad chilena, gracias a la cual tuvieron acceso a la educación universitaria. Al igual que al otro lado de la Cordillera, los que hoy formulan sus reivindicaciones con desprecio de lo hecho por quienes bajaron de los barcos, se sirven para transmitirlas del idioma que ellos trajeron y usan los conocimientos y las bases ideológicas adquiridas en las instituciones por ellos creadas, para lograr sus objetivos.

Los indigenistas de estos tiempos, violentos o no, prefieren ignorar que los tatarabuelos, bisabuelos o abuelos que bajaron de los barcos no llegaron a estas tierras para expoliar, quemar, destruir o imponer una religión espada en mano. Con frecuencia, ellos venían huyendo de persecuciones políticas o raciales tanto o más brutales que las de la Conquista española y el hambre era una sombra permanente en sus regiones de origen. Como sucedió con los “gauchos judíos” del litoral argentino o los colonos de la Patagonia, más de una vez fueron asesinados por los criollos hostiles a lo extranjero, o por los indios cuya violencia hoy se ennoblece con el calificativo de “resistencia indígena”. No obstante, los que bajaron de los barcos trabajaron duro para integrarse y colaborar con la construcción de nuestros países, que no son perfectos pero al menos lograron salir de las dictaduras en forma pacífica y han mantenido entre ellos una paz que hoy no es común en otras partes del planeta.

El indigenismo actual, cuyos representantes van por ahí derribando estatuas de Colón y atacando las figuras de aquellos próceres que califican de genocidas, es una bandera de algunos sectores nostálgicos de la lucha guerrillera de los años 70 y de una izquierda desilusionada del paso al progresismo en la década de 1990. Cabe preguntarse si habrán leído algo de José Carlos Mariátegui, el gran pensador comunista y figura principal del indigenismo peruano, quien no tenía intenciones de desarmar su país en territorios tribales y escribió: El socialismo presupone la ciencia, la etapa capitalista, y no puede importar retrocesos en la adquisición de las conquistas de la civilización moderna.

Echar al basurero más de medio milenio de historia, con sus muchas sombras y sus muchísimas luces, no sirve para construir un futuro mejor, sino para retroceder en el desarrollo de la democracia, una democracia que consiste, entre otras cosas, en conciliar los reclamos de las minorías con los derechos de las mayorías. En Chile y los países del Río de la Plata esas minorías están constituidas por las que el proyecto de Constitución rechazado quiso denominar “naciones preexistentes”, en tanto que a las mayorías pertenecen los descendientes directos de los que bajaron de los barcos. El desarrollo y la justicia social no se pueden construir sobre los escombros de las estatuas de Colón ni, en el caso uruguayo, a partir de lo que Daniel Vidart, tal vez la mente más brillante que ha dado Paysandú, denominó “charruísmos”. Tema para otro artículo…

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Los que bajaron de los barcos.

Crédito: Archivo HB

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