Por Horacio R. Brum

“Angst” es una palabra alemana que puede traducirse literalmente como angustia, pero que las circunstancias de la historia reciente de Alemania han llevado que sus habitantes la identifiquen como un sentimiento de temor o preocupación colectiva, causados por hechos de la realidad. “Angst” sintieron los alemanes al darse cuenta -después de la terrible derrota en la Segunda Guerra Mundial y el sufrimiento que le siguió- de la barbarie del nazismo; la espectacular recuperación económica apenas les sirvió para aliviar el “angst” de saber que, durante la Guerra Fría, su territorio podía ser el campo de batalla entre los soviéticos y las potencias occidentales. El derrumbe del Muro de Berlín y la reunificación trajeron un optimismo que alcanzó el punto más alto con la victoria en el Mundial de fútbol de 2014. Pocos años después, factores internacionales, como la guerra en Ucrania y el cambio climático, renovaron la angustia y ahora el miedo es a la llegada al gobierno del partido Alternative für Deutschland (AfD), una corriente populista de derecha que desde 2013 ha quintuplicado el número de votantes y tiene escaños en todos los parlamentos estatales, además del Bundestag, la cámara de representantes nacional. Algunas semanas atrás, en todo el país se organizaron manifestaciones de rechazo al AfD, porque se supo que algunos de sus miembros se habían reunido en un suburbio berlinés con elementos neonazis, para discutir un proyecto de devolver a los inmigrantes a sus países de origen. La reunión fue asemejada por varios medios y por muchos de los participantes en las marchas y actos a la “conferencia de Wansee” -también realizada en los alrededores de Berlín en 1942- donde los nazis decidieron el exterminio de los judíos.

El propio gobierno respaldó los actos contra el AfD y se habló de frenar “el avance de la derecha”, en un país que, desde el fin de la guerra, ha tenido gobiernos derechistas, con algunos interludios de socialdemocracia. Durante el medio siglo de la división, la Democracia Cristiana fue la influencia dominante en Alemania Federal y la reunificación estuvo presidida por ese partido; Konrad Adenauer, católico y ferviente anticomunista, impulsó como jefe del primer gobierno de posguerra el “milagro económico alemán” y Angela Merkel, quien creció en la Alemania comunista pero batió el récord de permanencia en el poder Ejecutivo (16 años), fue una discípula predilecta de Helmut Kohl, encargado de liquidar los restos de aquel país. La Unión Demócrata Cristiana y su versión del poderoso estado de Baviera, la Unión Social Cristiana, se han encargado de mantener a raya cualquier intento de deriva hacia la izquierda y ambas coinciden con el Partido Social Demócrata (actualmente gobernante en coalición con los Verdes y los Liberales) en la preservación del modelo económico capitalista y la cercanía con Estados Unidos, que se ha hecho más evidente con la participación indirecta en la guerra de Ucrania.

Por otra parte, aunque la sociedad alemana es en apariencia muy liberal, se mantienen rasgos y estructuras de un gran conservadurismo. Hay estados federales donde está prohibido organizar bailes durante la Semana Santa y pese a la diversidad religiosa aportada por la inmigración, los ciudadanos cristianos que declaren su fe, protestante o católica, pagan un impuesto a beneficio de las iglesias. El tema de los crucifijos en los establecimientos públicos, como escuelas u hospitales, provoca con frecuencia debates públicos, que suelen terminar con la justicia dando la razón a quienes insisten en mantener esos símbolos. Hasta la década de 1970, las mujeres casadas no podían trabajar sin el permiso de sus esposos y la homologación de las leyes sobre el aborto, que en la Alemania del Este era libre, pero tenía numerosas limitaciones en el Oeste, provocó grandes polémicas. Recién en 1992 se permitió la interrupción voluntaria del embarazo durante el primer trimestre, pero el procedimiento no está cubierto por el sistema de salud y muchas mujeres sostienen que no es fácil encontrar establecimientos y médicos que lo practiquen.

En ese contexto, hay unas “mayorías silenciosas” que resienten la influencia social de los sectores liberales. Por otra parte (y tal vez por sus culpas históricas), Alemania es el país de la Unión Europea que más ha abierto sus puertas a todo tipo de inmigrantes, con las consiguientes dificultades para su integración. Muchos de ellos pertenecen a culturas con códigos de relacionamiento muy diferentes de los de este país; los musulmanes tradicionalistas, por ejemplo, despiertan resistencia por el papel subordinado que dan a la mujer. En la Nochebuena de 2016 hubo una ola de abusos contra mujeres en varias ciudades y casi todos los arrestados fueron nuevos inmigrantes, principalmente de Africa del Norte. Los intentos de las autoridades y algunos medios de relativizar la importancia de los hechos, para evitar los brotes de xenofobia, tuvieron el efecto contrario: el único partido político que emitió una condena categórica fue el AfD, que aprovechó para dar relevancia en la agenda pública a sus ideas sobre la seguridad ciudadana, los valores culturales y morales nacionales, y el control de la inmigración.

Otra causa de resentimiento en el tema migratorio es la gran acogida oficial dada a los ucranianos. “Yo tengo cuatro hijos y hace tiempo que busco un apartamento más grande”, comentó un taxista de Fráncfort a este corresponsal, “A esta gente, en cambio, inmediatamente les dan casa”. Aunque hay un número de personas que son refugiados genuinos y lo perdieron todo por la invasión rusa, sorprende ver a muchos otros -en especial jóvenes en edad militar-, vestidos a la última moda y de compras en las tiendas más caras; al parecer, existen en Ucrania mecanismos de corrupción que permiten, a quienes tienen recursos económicos, salir del país y burlar el reclutamiento.

La influencia en el gobierno del partido Verde ecologista ha llevado a que se impongan medidas para el ahorro energético y la protección del medio ambiente que son una carga pesada. Aparte de la prohibición que regirá dentro de unos años sobre la fabricación, venta y uso de vehículos a nafta, las autoridades pretenden que todos los hogares instalen para la calefacción las llamadas “bombas de calor”, que emplean el calor del suelo para producir energía. El problema es que convertir toda la calefacción y el suministro de agua caliente de una casa a ese sistema puede costar alrededor de 60.000 dólares. Los agricultores también están descontentos por el aumento de las restricciones ambientalistas y la reducción de los subsidios, y han hecho “tractorazos” hasta frente a la sede del gobierno, en Berlín. Este es otro sector de tendencias conservadoras, atraído por las intenciones del AfD de poner límites a la injerencia de las instituciones de la Unión Europea en sus actividades, y que rechaza los tratados de libre comercio (como el tantas veces anunciado con el Mercosur).

El descontento canalizado por el AfD le ha permitido aumentar sostenidamente su votación en varios estados federales, en especial en los de la antigua Alemania del Este, entre cuyos ciudadanos todavía existe la sensación de que son mirados en menos por sus compatriotas del Oeste, orgullosos de sus éxitos económicos capitalistas. Además, el partido trata de quitarse la etiqueta del extremismo de derecha, al prohibir a sus integrantes toda relación con grupos neonazis y acoger en sus filas a aquellos alemanes de origen inmigrante que han logrado insertarse en la sociedad trabajando duro y creen que los recién llegados reciben demasiadas facilidades de parte del gobierno.

El avance del AfD no es un caso único en Europa, como lo demuestran Italia, donde la derecha gobierna, o España, con el auge del partido Vox. Allí o más cerca, con el triunfo arrasador del ultraneoliberal Javier Milei en Argentina, bien puede haber una lección sobre qué le pasa al progresismo cuando se ensimisma con el poder y sólo predica a los conversos.

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